Narin tiene una pañoleta con los colores de Francia colgada al cuello. Está sentado en una de las mejores tribunas del impresionante Education City de Doha, y durante los actos protocolarios del partido entre Túnez y Francia saca su celular y hace una videollamada a su familia. A través de la pantalla se ve a una mujer mayor de 50 años, como él, algunos niños y una joven emocionada. La llamada se repetirá un par de veces a lo largo del partido y Narim, que estará casi los 90 minutos grabando todo lo que puede, está evidentemente emocionado.
Lo curioso es que Narin no es francés, casi no entiende de fútbol y esta es la primera vez que va a un partido; por eso quería mostrárselo su esposa, sus hijos y sus nietos. Lo suyo, admite, es el críquet, como pasa con casi todos los indios, porque ese es su país de origen. Narin vive hace 11 años en Doha junto a más de dos millones de migrantes que constituyen el grueso de la población de Qatar, uno de los países más ricos del mundo gracias al gas líquido y al poder financiero, y polémica sede del Mundial de este año.
En este emirato de la península arábiga conviven casi 3 millones de personas, pero sólo 350,000 son cataríes, todos los demás son extranjeros. Por supuesto, hay europeos, norteamericanos y latinoamericanos, principalmente en trabajos de servicio, pero el grueso de la población extranjera viene del sudeste asiático: de India (650,000 según el censo de 2017, las cifras evidentemente hoy son muy superiores), Nepal, Bangladesh, Sri Lanka y otros países, que se encargan básicamente de ser mano de obra.
Ellos son quienes protagonizan las famosas denuncias de Amnistía Internacional y el periódico The Guardian, cuando señalaron en 2021 que cerca de 6,500 personas habían muerto en las obras de construcción de este Mundial desde 2010, cuando fue asignado tras un escándalo en el que se reveló que varios integrantes del Comité Ejecutivo de la Fifa habían recibido sobornos por parte de Qatar para que el país fuera elegido como sede. Ese fue el primer paso para lo que en 2015 sería el “Fifagate”, la investigación de la justicia de Estados Unidos sobre evasión de impuestos con esos y otros sobornos, en la que cayeron varios de los más poderosos dirigentes del fútbol mundial.
Narin recibió la boleta como regalo del gobierno, es decir, del emir, cuya imagen se vuelve una constante: un cuadro o una foto suya está en el lobby del hotel, en las paredes del mercado central, en las tiendas pequeñas y locales… El emir invita a fútbol, sí, porque eso hace parte de su poder absoluto en el país. Por eso no es de extrañar que el sonriente Narin se incomode cuando se le pregunta si también había recibido un pago por ir al partido por parte del gobierno, como han denunciado algunos medios europeos. Ante los claros en las tribunas en los primeros partidos de esta Copa del Mundo, una imagen que no le conviene ni al emir ni a la FIFA, medios españoles mostraron cómo se abrían las puertas para que cualquiera pudiera entrar a ocupar las sillas vacías, así como medios ingleses señalaron que el gobierno estaba regalando boletas entre los trabajadores migrantes, a los que además se les estaba pagando como si fuera un día de trabajo el asistir a los partidos.
Narin prefiere no responder eso pero, amable, señala que hablar de esos temas es muy complicado en Qatar. La duda queda en el ambiente, pero un repaso a las gradas muestra que perfectamente puede pasar.
Las tribunas de Qatar 2022 son una fiesta, sin duda, pero no es la fiesta habitual de los mundiales, en donde la norma siempre es la masiva presencia de mexicanos, argentinos y brasileños, acompañados de notables delegaciones de hinchas de países europeos. Por supuesto, en Qatar están los mexicanos y argentinos, como siempre, pero éste es un Mundial para otro público. Las tribunas se ven llenas de los colores de las selecciones que juegan, pero las caras generan dudas: cientos de rostros con las marcadas caractísticas del subcontinente indio llevan los colores ajedrezados de Croacia en el duelo ante Bélgica, por ejemplo. Perfectamente pueden ser hinchas indios de la selección croata en un mundo globalizado, pero cuando se le pregunta a un grupo de cuatro de estos aficionados por Modric no saben quién es, aunque dos de ellos llevan su camiseta. Sólo el décimo “croata” interrogado responde con un emocionado “¡Modric is the best!”.
Qatar 2022 es un Mundial para otro público, uno no habitual. En Arabia Saudí se compraron 125,000 entradas para Qatar 2022, y entre los países con más tiquetes para esta Copa está Emiratos Unidos.
La presencia de otros países musulmanes ha permitido ver masivas hinchadas de Túnez o Marruecos, pero los europeos, si bien presentes, son pocos. La época del año en que se juega la Copa, cortesía de la FIFA al haberle adjudicado un Mundial a un país que durante julio está rondando los 42 grados, tiene mucho que ver pues es periodo laboral en casi todo el mundo, pero en casos como los alemanes, daneses o neerlandeses, las acusaciones sobre Qatar y su manejo de derechos humanos pesan.
Pero de eso no se habla en Doha. Algunos visitantes lo ponemos sobre la mesa con cuidado, pues es claro que el tema molesta, y los migrantes que trabajan allí y han sido víctimas de esto no quieren mencionarlo, como señaló recientemente la BBC en un informe que muestra cómo los barrios pobres de la ciudad, los de estos migrantes, están estratégicamente ubicados para que sea imposible verlos.
Para Qatar 2022 lo importante es ver la fiesta y la riqueza del país, y si eso implica regalarle boletas a todos los trabajadores para que vistan de colores que no conocen y muestren sus sonrisas en los estadios, eso es lo de menos.