Barry Bonds se sintió conmovido de una forma inesperada cuando los Piratas de Pittsburgh lo llamaron para informarle que ingresaría al Salón de la Fama del club. Hoy, sábado, cuando llegó el momento de la exaltación, Bonds buscó aprovecharlo al máximo.
El pelotero vistió un saco dorado junto con los otros entronizados, Jim Leyland y el panameño Manny Sanguillén. Posó para las fotos frente a la placa que lleva su nombre en una plaza cercana a la entrada del PNC Park, entre el jardín izquierdo y el central.
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El rey de los jonrones en las Grandes Ligas insistió en que no piensa en el otro Salón de la Fama, aquél donde su entrada parece imposible casi dos décadas después de haber conectado el último de sus 762 jonrones.
“No tengo que preocuparme más por esas cosas en mi vida”, comentó Bonds. “Quiero convivir con mis nietos e hijos. No tengo ya aquellas esperanzas. Espero respirar mañana y ver si puedo llegar a los 61 años”.
Bonds, quien cumplió 60 años el mes pasado, llegó a Pittsburgh en 1986 como un joven pelotero de 21 años. Se convirtió en el catalizador de una recuperación de la franquicia.
Los Piratas ganaron tres títulos consecutivos de la División Este de la Liga Nacional de 1990 al 92, un periodo en que el jardinero ganó los primeros dos de sus siete premios al Jugador Más Valioso de la Liga Nacional, un récord.
Se marchó a San Francisco antes de la temporada de 1993. Parecía predestinado a llegar a ese equipo, tomando en cuenta sus vínculos con el área de la Bahía, pero Bonds consideró que sus siete temporadas en Pittsburgh fueron su “mejor parada”, porque lo prepararon para lo que vendría.
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“Fue divertido”, dijo. “Aquellos fueron buenos tiempos. No puedo agradecerles lo suficiente. Éste es un gran honor. Ha sido una gran trayectoria para mí”.
Bonds sigue en los primeros 10 puestos de varias categorías estadísticas de los Piratas, incluida la de jonrones (175) y bases robadas (251). Su combinación de velocidad y poder lo convirtieron “en el mejor jugador”, que Leyland dirigió, según palabras del expiloto.