Como parte de las actividades del campamento de verano, un grupo de jóvenes viajó desde el municipio de Sabana Grande para montarse en el Tren Urbano en San Juan, debido a que este sistema de transporte no llega a su pueblo y nunca habían tenido la experiencia.
Se trata del campamento de verano “Aventura Juvenil” de Sabana Grande.
“Hay momentos que marcan la vida de los seres humanos. Esta semana, se convirtió en una realidad llevar al Tren Urbano de nuestro País parte de los integrantes de nuestro campamento. A través de esta experiencia los jóvenes lograron apreciar la importancia del sistema de transporte público del país y dieron una trilla”, expresó el alcalde Marcos Valentín Flores en declaraciones escritas.
Valentín Flores destacó que, debido a la distancia del municipio con las facilidades del tren, más del 90 por ciento de los asistentes nunca se habían montado en un tren en o fuera de Puerto Rico.
“Para nosotros fue un momento muy especial ver su mirada atónita y escuchar sus inquietudes”, añadió.
Durante el recorrido los estudiantes tuvieron la oportunidad de compartir con la secretaria del Departamento de Transportación y Obras Públicas (DTOP), la sabaneña, Eileen Vélez Vega quien dirigió y acompañó a los participantes parte de la ruta.
El tren de nunca llegar: un día en el Tren Urbano
(Crónica publicada por Metro Puerto Rico el 16 de febrero)
Tomar el tren para llegar al trabajo suena como una premisa lógica y una alternativa conveniente para cualquiera que vive una rutina en casi cualquier ciudad moderna.
Sin embargo, los inconvenientes en la estación de Río Piedras comienzan desde el momento de obtener un boleto. Solo hay dos máquinas disponibles. Un cartel en papel A4 pegado con cinta adhesiva arriba de la pantalla pide disculpas y avisa que “para billetes de $20 hay un mínimo de compra de $7,50 y el cambio será todo en monedas”.
Una mujer delante de mí, y con más prisa, se queja en voz alta al darse cuenta de que no puede pagar el boleto con tarjeta. Por más que las ranuras rotuladas para tarjetas de débito o crédito están instaladas en las máquinas, son inservibles. Pensar en un sistema de pago digitalizado resulta tan urgente como lejano. No hay nadie en el mostrador de entrada para ayudarle y, al notar que no traía efectivo, le ofrecí en monedas el peso con cincuenta para cubrir el viaje de ida.
Pago mi boleto y se forma una pequeña fila detrás del único molinete de acceso que sirve de los cinco que se supone que estén operando. Confieso que me sorprendió que nadie se pasara de listo para ingresar por los que están apagados sin pagar la tarifa porque, después de todo, no hay personal de seguridad a la vista en el piso superior.
Dan las 8:35 de la mañana y una de las pocas pantallas de boletín que están encendidas dentro de la estación me indica que el próximo tren llega en 12 minutos. Aunque por la Internet el sistema promete una frecuencia de vagones cada 8, he sabido esperar 15.
Ya en el subsuelo, escucho a dos chicas que presumo universitarias conversar en el área de abordaje. “Mi mamá ahora me recoge en la estación y de ahí me lleva al trabajo. Si no, no llego”, dice una. “Ay, nena, si este tren no llega ni a Plaza, imagínate”, le contesta su amiga, y se unen las dos en una leve risa cómplice, desganada, esa risa de resignación que comparten quienes no tienen más opción que sobrellevar el diario vivir en una tragicomedia.
Porque es verdad y trágico y cómico que el único sistema de trenes en la isla no llega hasta el principal centro comercial del país. Tampoco llega a ninguna alcaldía ni al Capitolio, donde se celebran las vistas públicas sobre los asuntos que nos competen e impactan a todos y todas. Las 16 paradas, accesibles –irónicamente – solo para quienes puedan llegar en carro o “en pon” (o algún loco peregrino), hacen un corto tramo en U desde Bayamón hasta Sagrado Corazón, solo se acercan a dos de los 11 recintos de la Universidad Puerto Rico y ninguna conecta con alguno de los tres aeropuertos.
Por suerte, esta vez solo necesito llegar a la avenida Roosevelt en Hato Rey. Me subo al vagón, que por dentro invita a otro viaje a tiempos pasados, y me bajo a solo una cuadra del edificio donde trabajo, al cual puedo (no me queda otra que) caminar.
Regresar del trabajo en tren suena como una premisa lógica y una alternativa conveniente, sobre todo para quien quiere evitar el tapón de la tarde en las avenidas de Hato Rey, e inevitablemente para quien no pueda darse el lujo de transitarlas en vehículo propio. Son las 6:10 de la tarde y me doy cuenta de que el $1.50 que había sacado para el boleto de regreso eran los que presté más temprano. No me acostumbro a perder la costumbre de andar sin efectivo en el 2023. Saco el celular para pedir un Uber: $26.