Estela Sandoval Díaz estaba acurrucada en su pequeño baño de concreto, segura de que esos eran los últimos momentos de su vida cuando el huracán Otis arrancó su techo de hojalata.
El huracán Otis se llevó su ropa, ahorros, muebles, fotografías y 33 años de la vida que Sandoval construyó poco a poco en una de las zonas olvidadas de la periferia de Acapulco, México.
Sandoval está entre cientos de miles de personas cuyas vidas quedaron destrozadas cuando el huracán que más rápido se ha intensificado en la historia en el Pacífico Oriental destrozó la ciudad costera de 1 millón de habitantes, dejando al menos 45 muertos. El huracán de categoría 5 dañó casi todas las casas de Acapulco, dejó cuerpos flotando a lo largo de la costa y a gran parte de la ciudad en busca de alimentos.
Mientras las autoridades trabajaban arduamente para restablecer el orden en el centro turístico de Acapulco —abrían paso entre árboles caídos frente a hoteles de gran altura y restauraban el suministro eléctrico—, los más pobres de la ciudad, como Sandoval, dijeron que se sentían abandonados. Ella y cientos de miles más vivieron dos horas de terror la semana pasada y ahora enfrentan años de trabajo para reparar sus ya precarias vidas.
“El gobierno ni sabe que existimos”, dijo Sandoval. “Siempre se cuidaba nada más las zonas hoteleras, siempre se apoyaba ya en el lugar bonito, ¿no? Y siempre nosotros quedábamos olvidados”.
Es un sentimiento que ha estado latente durante mucho tiempo en la ciudad, pero que ha crecido ahora que muchos acusan al gobierno de dejarlos a su suerte después del impacto de Otis.
El presidente Andrés Manuel López Obrador ha desplegado más de 10.000 soldados para hacer frente a las secuelas del huracán junto con 1.000 trabajadores gubernamentales para determinar las necesidades. Dijo que se habían recolectado 10.000 “paquetes” de electrodomésticos y otros artículos de primera necesidad —refrigeradores, estufas, colchones— y estaban listos para distribuirlos a las familias necesitadas.
“Todos van a ser apoyados y cuentan con nosotros”, prometió la semana pasada.
Pero pocas de las decenas de personas con las que habló The Associated Press dijeron haber recibido ayuda del gobierno, y tampoco esperaban mucho.
Sandoval y su familia han pasado décadas viviendo muy cerca de los rascacielos en la playa y de las tiendas de lujo que bordean el distrito más lujoso y elegante de Acapulco: la Zona Diamante.
Ese glamour nunca llegó a la puerta de su casa de concreto de dos habitaciones, que no cuenta con agua potable y los caminos están sin pavimentar. Conocido por los lugareños como el “vecindario hundido”, Viverista siempre es el barrio más afectado por los desastres naturales.
Hace tres años, Sandoval estaba radiante de orgullo cuando, después de 25 años de ahorrar, puso 30 centímetros (1 pie) de concreto en el piso y un techo de metal nuevo en su casa para que no se inundara cada vez que llovía. Pero eso parecía muy lejano el viernes cuando Sandoval y sus hijos rebuscaron entre sus pertenencias empapadas.
“Estaba muy feliz porque tenía un techo seguro, porque ya tenía mi casa más bonita. Pero ahora… No, no había podido ni llorar. No sé. No sé qué vamos a hacer”, dijo la mujer de 59 años. “Yo ya no creo que viva otros 20 años para arreglarla”.
Su casa estaba rodeada de agua pútrida que les llegaba hasta los tobillos. Sandoval, su esposo y dos vecinos dormían bajo una lámina de metal apoyada contra la casa. Rebuscó entre los restos de su dormitorio, hizo un listado mental de lo que estaba arruinado y planeó cómo racionar el agua y el gas para cocinar.
El gobierno de México ha contabilizado al menos 220.000 viviendas dañadas y dice que 47 personas continúan desaparecidas. La mayoría de los residentes prevén que el número de muertos va a aumentar, con base en la lenta respuesta del gobierno y la devastación general. Un líder empresarial de la ciudad estimó que superará los 100.
Militares y funcionarios de seguridad pública y forenses dijeron a la AP que no se les permitió proporcionar detalles sobre el número de muertos o la búsqueda de cadáveres. Mientras tanto, miles de familiares aterrorizados buscaban desesperadamente a sus seres queridos desaparecidos.
El sábado, López Obrador criticó duramente a quienes juzgaron su respuesta al huracán, y dijo que los periodistas y la oposición política habían exagerado el número de víctimas. Dijo que la secretaria de Seguridad y Protección Ciudadana de México proporcionaría una actualización sobre las pérdidas humanas sin “mentir”.
“No les importa el dolor de la gente; quieren hacernos daño. Lo que quieren es que haya muchas muertes para poder culparnos”, agregó López Obrador.
Otis se intensificó en cuestión de horas de tormenta tropical al huracán más fuerte que ha azotado la costa del Pacífico Oriental, tomando a muchos por sorpresa. Varios expertos atribuyeron el inesperado aumento de su fuerza a los efectos del cambio climático, pues el calentamiento del mar actúa como combustible para tormentas como Otis. “Estamos viendo muchos más casos de estos sorprendentes y rápidos eventos de intensificación”, dijo el científico climático Jim Kossin. “Este es exactamente el tipo de cosas que esperaríamos encontrar a medida que el clima se calienta”.
Las secuelas de la tormenta han puesto de relieve una vez más el efecto desproporcionado que la crisis climática tiene en comunidades y países pobres.
Sandoval y su esposo durmieron hasta que los vientos de 266 kilómetros por hora (165 millas por hora) y la caída de árboles los despertaron a la medianoche. Corrieron fuera de la casa hacia un conjunto de baños de concreto de 1 metro cuadrado (1.2 yardas cuadradas), aferrándose a las puertas de plástico que el huracán amenazaba con arrancar.
Cuando salió alrededor de las 2 de la madrugada y miró a través de la llovizna constante, Sandoval vio sus muebles empapados y su refrigerador, estufa y otras pertenencias destrozadas. “Y se podía oler la tristeza”, dijo.
Con pocos alimentos, agua y gasolina, y sin servicio de telefonía, Sandoval y su familia poco podían hacer más que buscar suministros en los supermercados vacíos. Ávidos partidarios de López Obrador, cruzaron los dedos para que cumpliera su promesa. Pasaron días esperando, pero las únicas señales de la presencia del gobierno eran los helicópteros de la Marina que sobrevolaban en círculos.
“Cuando estás rodeada de algo tan así, tan delicado, tan violento. O sea, uno mismo dice: ‘no, pues, ¿Cuándo van a llegar?’”, añadió.
Muchos otros enfrentaron la misma cuestión.
Después de la tormenta, la ciudad cayó en un estado de anarquía. Árboles y escombros bloquearon la carretera principal durante un día y la falta de señal de teléfono celular dejó a su millón de habitantes efectivamente aislados del mundo.
Sin opciones, Sandoval y muchos otros tomaron productos básicos como alimentos y papel higiénico de tiendas y sacaron gasolina de las tuberías de gasolineras dañadas. Aquellos con enfermedades crónicas enfrentaron dificultades para encontrar los medicamentos que necesitaban para sobrevivir.
Los residentes que buscaban comida en los almacenes el sábado dijeron que esperaron horas bajo el sol abrasador para recibir comida y agua de un camión de ayuda del gobierno, sólo para descubrir que no tenía suficiente para ellos.
Los niños se paraban a los lados de las carreteras agitando botellas vacías de agua y las familias gritaban: “¡Ayúdennos! ¡Estamos desesperados!” a los autos con parabrisas estrellados y a los camiones militares que pasaban.
Residentes como Natividad Reynoso, cuyo negocio de venta de plantas a los hoteles fue arrasado por la tormenta, temían que significara la destrucción a largo plazo del principal motor económico de Acapulco.
“Somos un Acapulco que vive del turismo”, dijo la mujer de 41 años de edad.
Durante el fin de semana, se restableció la señal de teléfonos celulares, se distribuyó ayuda y los militares retiraron árboles y escombros del centro de la ciudad, en marcado contraste con las zonas pobres donde aún reinaba el caos.
El pescador Eleazar García Ramírez, de 52 años, todavía pensaba en la devastación mientras trataba de reparar el interior de un bote con un mástil agrietado en la playa, rodeado de restos de embarcaciones y árboles destrozados.
Ha pasado los últimos días sumergiéndose en el mar para sacar cuerpos hinchados junto a barcos hundidos, comentó.
Resistió la tormenta en un barco pesquero que su jefe le pidió que cuidara, temiendo que negarse le costaría su trabajo.
“Nosotros vivimos de eso y no hay mucho trabajo en Acapulco”, dijo.
La mayoría de los muertos que él y otros encontraron eran pescadores temerosos de perder sus medios de vida o capitanes de yates a quienes los propietarios les dijeron que permanecieran en las embarcaciones, agregó. Las autoridades señalaron que la mayoría de los cuerpos encontrados en los últimos días eran de personas que se ahogaron.
García Ramírez y otros pescadores arrastraron los botes a la playa Manzanilla de la ciudad cuando Otis todavía era un huracán de categoría 2. Un amigo cuidaba un barco a 20 metros (22 yardas) de la playa.
La embarcación en la que se encontraba García Ramírez estaba siendo arrastrada hacia las olas cuando lo escuchó gritar “¡ayúdenme!” mientras se aferraba a los postes metálicos del barco.
Cuando finalmente miró hacia la noche oscura, vio el barco de su amigo que flotaba solo en el mar. Su amigo nunca apareció.
“Es triste. Hay muchas personas que no tienen ninguna razón para estar en sus botes, pero sus patrones decidieron que nosotros somos culeros”, aseveró. “No les interesó el bienestar de sus trabajadores; solo les interesa su bienestar económico”.