“Nada en el Gobierno funciona”. Usted lo ha pensado o, cuando menos, ha escuchado a alguno de sus allegados lanzar esa afirmación como consecuencia de su intento accidentado de lograr algún servicio por parte de una agencia del Estado. Nada sirve o, en su defecto, sirve de manera defectuosa desde hace más de una década. Y no hablo de los contratiempos históricos asociados a los servicios gubernamentales sino a un verdadero colapso en el ofrecimiento de servicios. Al punto que para muchos la cosa sólo funciona si se tiene una de esas famosas “palas”que les hacen la vida más sencilla. Pero la gravedad de ese “no funcionar” del Gobierno está asociada -no es casualidad- a esa década de recortes que han traído un desmembramiento del Gobierno.
Si su memoria no es corta, recordará que desde principios de la década del 2000 se nos bombardeó con un discurso público que planteaba que el Gobierno era demasiado grande. “Gigantismo gubernamental” se le llamaba entonces. Una noción promovida desde la clase política pero confrontada desde la Academia. Organismos como la Escuela Graduada de Administración Pública hizo múltiples llamados para matizar esa afirmación hecha a “raja tabla”que nos hacía creer a fuerza de repetición que todo el Gobierno era demasiado grande y que había que meterle tijera. Para la Academia, aunque había áreas del Gobierno que eran demasiado grandes, otras realmente necesitaban una redistribución de recursos, reingeniería administrativa o, claramente, cambiar la manera en que eran administradas. Pero -como suele pasar- el consejo fue ignorado y comenzaron los recortes. A todas luces, mal hechos y poco pensados. La Junta contribuyó al escenario. Ahora, más de una década después, ya vamos viendo los lodos que trajeron aquellas aguas. Ya lo decía Lorenzo González en su regreso como secretario al Departamento de Salud. “El Departamento que dirijo hoy no es el mismo que dejé” me comentaba en una de tantas entrevistas en relación al desmantelamiento de divisiones al interior de la agencia y la escasez de personal, particularmente aquel considerado “la memoria histórica” de la agencia. Como resultado, poco operaba como corresponde.
Lo mismo ocurre hoy en agencias como el Departamento de la Familia que tiene un déficit de al menos 200 trabajadores sociales. La entidad impone a sus trabajadores sociales una carga de 40 casos por empleado, lo que supone no solo el doble de la media recomendada sino que a las puertas de la entrada en vigor de la nueva ley federal Family First, nos coloca en ruta del incumplimiento y multas por parte del Gobierno Federal. Pero la Junta Fiscal no aprueba el presupuesto para contratar más trabajadores sociales. Sabemos que estamos cortos, pero luego nos escandalizamos cuando los trabajadores sociales no manejan adecuadamente los casos ante su atención, con toda seguridad porque tienen en sus manos más de lo que deben manejar. ¿Otro ejemplo? La Policía. Nos quejamos -y con razón- de que a penas hay patrullaje en las calles, “no se ven”agentes y a penas hay policías por turno para atender querellas. Lo que no discutimos es que los frenos que impone la austeridad han dejado al país con 4 mil agentes de la policía menos. Una cifra que tal vez no deba ser tan alta a la luz de la reducción poblacional que ha vivido la isla, pero que indudablemente deja claro que cuando menos nos faltan algunos miles. Más recientemente tocó el caso de Ciencias Forenses. Allí hacen falta al menos 5 patólogos y algunos de los empleados actuales comienzan a renunciar por la baja escala salarial que tiene la agencia. Aquí, una vez más y a pesar que se ha dejado claro que la acreditación podría perderse, la Junta no aprueba los recursos para los aumentos salariales y contratación de empleados. Lo mismo que ocurrió con el programa de neurocirugía de la UPR que perdió su acreditación o lo que estuvo a punto de ocurrir con otros programas de la universidad del Estado a las que se les fue dejando en el hueso.
Una tras otra, las agencias hacen malabares para operar adecuadamente. Y al no tener suficientes recursos se suma la falta de una reingeniería que promueva la eficiencia. Pero así, mientras nada pasa para remediarlo, la solución parece ser la resignación. Conformarnos con saber que lo que tiene que funcionar no funciona. Vivir esperando que los servicios que se brinden funcionen más desde la apuesta a la fe que a la eficiencia. A la resiliencia como estado permanente. Y eso ya va cansando. ¿Qué tal si la resiliencia la vamos sustituyendo por eficiencia? Ya hemos tenido suficiente de aquello de vivir desde la fe.