Opinión

Después de la lucha por el tope de la deuda

Lee aquí la columna del abogado estadista.

El presidente de la Cámara de Representantes federal, Kevin McCarthy, celebró la victoria de la semana pasada tirándole lo que conocemos localmente como una “puya” al cuerpo de prensa del Capitolio el pasado miércoles en la noche - “Sigan subestimándonos”.

El comentario se dio sabiendo este que el proyecto de ley que había negociado con la Casa Blanca estaba en camino de convertirse en ley. El jueves por la noche, el Senado rechazó una serie de enmiendas en camino a una votación final que envió la medida al presidente, Joe Biden para su firma.

Cuando logró ser elegido como Presidente de la Cámara después de un récord de 15 votaciones en enero, muchos en Washington predijeron que McCarthy sería un presidente débil.

Para asegurar su elección entre sus pares, había accedido a renunciar a parte del poder que habían acumulado sus predecesores. La opinión general, incluso en la Casa Blanca, era que sin esa influencia, McCarthy nunca podría dirigir a la mayoría republicana profundamente dividida en facciones, especialmente en temas como la legislación para aumentar el límite de la deuda.

La votación de 314-117 demostró que los escépticos estaban equivocados; hasta cierto punto.

Al repartir grandes porciones de la autoridad en temas de importancia a cada una de las facciones principales de la mayoría de la Cámara de Representantes —las “cinco familias”, como las llaman los republicanos—, McCarthy les dio una participación en el éxito y la sensación de que si fallaban en la dirección del cuerpo, fallaban y se afectaban todos.

Ese sentido de un destino compartido fue un cambio marcado con respecto a años anteriores en los que a las distintas facciones de la derecha no les tembablaba el pulso al decidir derrotar proyectos de ley respaldados por sus líderes.

Sin embargo, McCarthy no unificó por completo a los republicanos: 71 legisladores, aproximadamente un tercio de la conferencia republicana, votaron en contra del proyecto de ley sobre el tope de la deuda por lo que se requirió una ayuda considerable de los demócratas para aprobarlo.

La ira en el flanco derecho del partido probablemente no amenace la presidencia de McCarthy a corto plazo. Pocos, incluso en el Freedom Caucus de extrema derecha, han dicho que respaldan una moción para “desalojar la silla”, el proceso parlamentario para destituir a un president del cuerpo. Una votación para derrocar a McCarthy sigue siendo muy poco probable, en gran parte porque no hay un candidato con la capacidad de aglutinar el número de votos que requeriría para reemplazarlo.

Pero la cantidad de demócratas dispuestos a votar por el proyecto de ley sobre el tope de la deuda destacó los límites de lo que logró McCarthy: a pesar de todo el revuelo que ha generado el acuerdo, que suspende el tope hasta después de las próximas elecciones presidenciales, no ayuda mucho a limitar el gasto federal.

En su conferencia de prensa el miércoles por la noche, McCarthy elogió el proyecto de ley como el paquete de reducción del déficit más grande en la historia de Estados Unidos; lo cual cuando se examina el proyecto con detenimiento, suena más grandioso de lo que realmente es.

La Oficina de Presupuesto del Congreso estima que durante los próximos 10 años, el proyecto de ley reduciría el gasto federal en $1.5 billones. Eso significa que la deuda federal aumentaría en $18.7 billones durante la década, en lugar de los $20.2 billones que esperaba la oficina. Incluso, esa reducción bastante modesta del 7%, en los déficits acumulados depende del supuesto de que los futuros Congresos no aumentarán el gasto, ya que los límites de gasto en el acuerdo son vinculantes solo en sus primeros dos años.

Debido a que el acuerdo permite a los apropiadores del Congreso y a Biden a utilizar los ahorros logrados en algunas zonas para aumentar el gasto en otras, la Casa Blanca estima que la reducción en esos dos años llegará a alrededor de $136 mil millones, considerablemente menos de lo que proyectan McCarthy y los republicanos.

El modesto tamaño del recorte del déficit destaca un problema que va mucho más allá de lo que cualquier president de la Cámara puede controlar: los republicanos ya no están de acuerdo sobre el tamaño del gobierno y cómo controlar el gasto federal.

Durante casi medio siglo, los dos partidos tuvieron una diferencia claramente definida sobre ese tema. Los demócratas estaban a favor de una red de seguridad social más grande, incluso si eso significaba déficits persistentes. Los republicanos estaban a favor de recortar los déficits incluso si eso significaba limitar y hasta hacer agujeros en la red de seguridad social.

Esa máxima del Partido Republicano a favor de un gobierno más pequeño subyace en la propuesta del presidente George W. Bush en 2004 de privatizar partes del Seguro Social, el esfuerzo del presidente John A. Boehner en 2011 para llegar a un “gran acuerdo” con el presidente Obama sobre el gasto federal y la propuesta del representante Paul D. Ryan en su esfuerzo por reducir los costos de Medicare y otros programas de ayuda social, lo que lo convirtió en uno de los líderes más importantes del partido y en el sucesor de Boehner.

Donald Trump cambió todo eso.

En su campaña de 2016, Trump se opuso a los recortes en la Seguridad Social y Medicare. Esta primavera, atacó a su principal rival, el gobernador de Florida, Ron DeSantis, por haber respaldado el presupuesto de Ryan cuando estaba en el Congreso. Su apoyo al gasto social —al menos el dinero que se destina a los estadounidenses de edad avanzada, que es la parte más grande del gasto— ha cambiado fundamentalmente la política republicana.

Esto deja expuesto el hecho de que hay un debate sobre el gasto social dentro del partido republicano entre los populistas y los conservadores. Al momento, la facción populista claramente tiene la sartén por el mango.

La realidad es que el Partido republicano tiene entre sus filas a una multitud de votantes de edad avanzada. Como consecuencia, muchos votantes republicanos dependen del Seguro Social y Medicare.

Cuando agregamos al pote de los gastos gubernamentales el programa de Medicaid, que ahora paga la mayoría de las facturas de los hogares de ancianos y otros cuidados a largo plazo en los EE. UU., de repente la mitad del gasto federal está fuera de la mesa cuando se discuten potenciales recortes entre los republicanos. Agregue el gasto en asuntos militares y de veteranos, que la mayoría de los republicanos quiere aumentar, y los pagos de intereses sobre la deuda federal, y se trata de más de las tres cuartas partes del gasto federal.

Los republicanos pueden acordar recortar programas que favorezcan a electorados más jóvenes y demócratas. Están unidos para oponerse al plan de Biden de perdonar la deuda de préstamos estudiantiles, por ejemplo. Y, en general, pueden acordar recortar la ayuda al transporte público, los subsidios de vivienda y otros programas que más bien benefician al electorado urbano.

Incluso si se pudiera contar con los demócratas para recortar esos programas, a lo que se oponen, recortarlos no haría gran mella en el gasto federal. Por supuesto, los republicanos continúan oponiéndose a cualquier movimiento para aumentar los ingresos federales, incluso medidas para recaudar más impuestos que las personas deben según las leyes existentes.

Todo esto demuestra que al final de la jornada tenemos dos partidos principales cuyos líderes identifican gran riesgo político en los recortes del gasto federal, por lo cual acuerdan aumentar el límite de la deuda en vez de atender los déficits. Sus diferencias, hoy día se concentran más en los temas de impuestos, a quiénes y cuánto, y en temas como el aborto que claramente polarizan al electorado americano. Estando “resuelto” el tema de la deuda, veremos entonces como las campañas políticas del 2024 girarán en torno a esos otros temas.

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