Comunicar aquella historia no fue tarea fácil. Sobre todo porque en la medida en que comenzaban a llegar las piezas del rompecabezas estaba seguro que el país presenciaba una tragedia sin precedente conocido. Primero tres cuerpos sin vida, baleados bajo el puente de la Ruta 66 en jurisdicción de Carolina. Más tarde, los cuerpos de dos mujeres dentro de un carro. También baleados, en esta ocasión en Loíza. Una vez en la escena, las edades. Los investigadores creían que las dos “mujeres” eran en realidad dos adolescentes que habían sido reportadas desaparecidas en el Área Sur. Y así fue. Una jovencita de 15 y otra de 13 años. En la escena de Carolina, un escenario similar. Un adolescente de 14 años. Otro de 17 y un adulto que no alcanzaba los 30. Sí, a diario, cada vez con mayor frecuencia, tenemos que reportar cómo jóvenes –casi siempre varones- mueren como consecuencia de la violencia asociada al narco. Un caso aquí y otro allá. Siempre dolorosos; siempre sorprendentes. Pero en este caos estábamos ante una masacre en la que, de golpe y porrazo, 4 adolescentes habían sido asesinados por un motivo que hoy sigue siendo un misterio en medio de las teorías.
Aún no tenemos claras las circunstancias de estos casos, pero sus muertes y las de todas las de esos jóvenes que en otros casos son arrastrados por el crimen nos tienen que obligar a la reflexión. Pero no a esa liviana a la que nos tiene acostumbrado el grueso de nuestra clase política y un buen número de quienes ocupan micrófonos para opinar de lo que saben y de lo que no. Nuestra juventud está en riesgo. Y me refiero a esa que nos queda, porque Puerto Rico es un país que ha rechazado a sus jóvenes. Lo ha hecho desde el establecimiento de políticas públicas que les empujan al abismo. El cierre de escuelas y el encarecimiento de la educación superior, por un lado. Por otro, la falta de atención adecuada a los enormes rezagos que experimenta el grueso de los pertenecientes a toda una generación de jóvenes que, en muchos casos, se graduaron de escuelas y colegios privados con títulos que han probado no ser equivalentes al dominio de las destrezas que se supone alcancen esa etapa de sus vidas. A lo anterior, la falta de oportunidades; de buenos empleos. La misma que en muchos casos les empuja a irse de la isla.
Pero cuando se quedan, el empujón puede ir en una dirección más peligrosa para muchos jóvenes que viven en la escasez. En una sociedad en la que se valora la movilidad social, quien no la consigue por la ruta tradicional podría verse tentado a buscarla como sea posible. No es casualidad que los economistas han confirmado que la economía informal ocupa un pedazo gigante del bizcocho del dinero que corre en la isla. Y así el punto seduce a muchos en un escenario en el que a los retos ya expuestos se suma ese bombardeo constante a la opulencia por la opulencia misma. A la riqueza como el equivalente al éxito personal. El culto al éxito inmediato y la gratificación instantánea. La riqueza fácil. Si faltaba algo más, añada el asunto del “maleanteo” como estilo de vida. Muchos se viven “la película”. La que se celebra en canciones y videos, y que llega adornada con marcas de moda y feromonas a proponer una nueva escala de valores y marcadores de éxito. O, al caso, la de la jaibería que nos hereda la corrupción de funcionarios públicos cuya conducta –tan constante, tan distendida- parecería enviar el mensaje de que el dinero se consigue a como dé lugar, y que el fin justifica los medios.
No sé cómo llegamos aquí pero lo más que me preocupa es la normalización de todo esto y la actitud derrotista del Estado que observa resignado. ¿De verdad no se puede hacer nada o es que hacen falta ganas?