Este fin de semana fueron dos las mujeres asesinadas por sus parejas. Dos feminicidios íntimos en los que el elemento común ha sido que los asesinos tenían armas de fuego absolutamente legales. Dicho de otro modo, que los hoy asesinos cumplieron con las regulaciones del Estado para conceder el derecho al uso de armas de fuego. Y no están solos.
El año comenzó con un caso de similares características. El primero de enero, un hombre identificado como Rafael López, asesinó a su esposa Carmen Torruellas y luego se suicidó. El hombre, al igual que los protagonistas de los casos de este fin de semana, tenía licencia para portar armas. Pero no solo eso. Tenía además un arsenal de armas, todas legales. Si mira con detenimiento el ciclo de noticias del último año notará que el uso de armas perfectamente legales en casos de asesinatos y feminicidios no es la excepción sino la norma, un asunto que obliga a reflexionar sobre si en lugar de promover legislación para hacer más fácil el acceso a armas de fuego, la discusión pública –y la legislación consecuente- debían girar en torno a la necesidad de un acceso adecuado. Y no. No hablo de limitar el derecho al uso de armas. De lo que hablo es de condicionar ese derecho a si el solicitante tiene el perfil adecuado de un portador de armas.
Tras los cambios en la ley que entraron en vigor el primero de julio de 2020, el Estado eliminó varios requisitos para solicitar y obtener un arma de fuego. Entre ellos el requisito a presentar referencias de carácter. En la actualidad, en teoría, cualquier individuo que no tenga récord criminal puede obtener una licencia. Pero ¿es suficiente con no tener récord? Me parece que, a la luz de múltiples casos de violencia de género, la respuesta es que. Tome usted el ejemplo del caso del domingo en el que un hombre acabó con la vida de su compañera de 7 años de relación. De una conversación informal con los vecinos del sector y familiares de la víctima, habría sido fácil concluir que el hombre no tenía los elementos de carácter que le hicieran merecer portar un arma. Los adjetivos saltaban solitos y a la menor provocación: “Era un guapetón” o un “controlador”; “tenía a esa pobre muchacha intimidada”, “se paseaba mostrando el arma como para intimidar”, coincidían en elaborar muchos de los vecinos de la zona.
Ese hombre recibió una licencia que le permitía portar y utilizar un arma en la isla. A la luz de esas características, ¿debía tenerla? Seguramente concluirá que la respuesta es que no. Pero con la enmienda a la ley, el Estado renunció a la posibilidad de auscultar detalles sobre el carácter e incluso el perfil psicológico de un solicitante.
A lo anterior añada que según denunciara el representante José Bernardo Márquez, ni siquiera es posible concluir que la Policía está cumpliendo con los requisitos de la Ley de Armas que prohíben que se le dé un arma a una persona que había tenido un caso de incapacidad mental o un caso de una Ley 408. La Cámara de representantes solicitó hace casi un mes evidencia de que ese requisito se está cumpliendo, pero no ha sido presentada.
Precisamente, en 2022 la periodista y profesora María de los Milagros Colón, publicó una investigación publicada por el Centro de Periodismo Investigativo (CPI) donde se reveló que “uno de cada tres feminicidas que usaron armas de fuego, entre 2017 y 2021, tenía licencia o acceso a ella debido a su trabajo, principalmente como policía”. Con toda esta información, ¿no es acaso inevitable concluir que se puede hacer mucho más para intentar garantizar que las licencias de armas provistas por el Estado sean concedidas a personas adecuadas? No veo por qué no deba darse paso a una revisión que restablezca filtros adecuados. Después de todo, el asunto del uso de armas y el derecho a portarlas no debería ser visto como un asunto de mercado, del tipo “cuantas tengo y cuantas puedo vender”. Esa visión no es solo irresponsable sino peligrosa.