La convicción de que la mayor tragedia de la vida puede ser arropada en cualquier momento por la luz de la esperanza que lo transforma todo está inmersa en la cosmovisión cristiana. Esa idea de que en un abrir y cerrar de ojos la muerte puede ser sorbida en victoria, para los cristianos no es un cuento de camino, sino una forma de vida. Es una forma de vida resiliente que nos impide abrazar el cinismo y la desesperanza ante la adversidad.
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Reflexionando sobre lo anterior, el filósofo ingles Roger Scruton concluye que el cristianismo se ve impedido de poder desarrollar realmente el arte trágico, pues en su esencia siempre está la esperanza latente de la resurrección como solución a la manifiesta oscuridad del devenir de la vida y la historia. El evangelio de Mateo, citando a Isaías 9:1, lo recoge poéticamente de esta manera “El pueblo asentado en tinieblas vio una gran luz, y a los que vivían en región y sombra de muerte, una luz les resplandeció”. Mateo 4:16.
Sin embargo, Miguel de Unamuno, aunque tiende a abrazar la religiosidad como posible solución a lo trágico de la vida, en el último análisis apunta a la figura de Don Quijote como el ejemplo a seguir para aquellos que se niegan a rendirse al desierto existencial de la modernidad abrazando lo absurdo como método de sobreponerse a la tragedia. Ese enfrentamiento entre lo trágico, lo absurdo y la esperanza de la resurrección es de suma importancia entenderla para poder enfrentar la vida y sus circunstancias.
En el cristianismo indudablemente la esperanza de la resurrección opaca lo trágico. Lo que nunca puede hacer la resurrección es trivializar la tragedia. La resurrección a menudo se usa como un atajo hacia la felicidad, y una solución liviana a los problemas de la vida, evitando el valle de sombra de la muerte y la complejidad de vivir en el mundo real. La falta de enfrentar el peso y la realidad de lo trágico en la experiencia de la vida del ser humano revela la falta de entendimiento pleno que trae consigo la realidad de nuestra existencia en este mundo y la esencia del venidero.
El reconocer la gloriosa esperanza de la resurrección nunca debe llevarnos a negar lo trágico. Hacerlo, conllevaría adoptar una definición tronchada de lo trágico excluyendo la realidad de la esperanza eterna. Si nuestra conciencia de la vida después de la muerte no fuera tan aguda, si no la consideráramos real, no habría tensión trágica alguna entre la vida, la muerte y la vida después de ella.
Así, es en esencia la necesidad de la muerte y resurrección de Cristo como respuesta al problema de la humanidad —su rebelión contra Dios y su precipitación hacia la muerte en lugar de elegir la vida—precisamente lo que saca a relucir la plena profundidad de la tragedia humana y, por lo tanto, la naturaleza trágica de la encarnación. El hecho de que solo Dios, tomando forma de siervo y habitando entre nosotros, puede resolver el problema fundamental del ser humano, demuestra cuán profundo es ese problema. Ninguna otra criatura podría hacerlo. Solo Dios mismo, irrumpiendo en el tiempo y espacio, es lo suficientemente poderoso como para resolver la tragedia de una humanidad en rebelión contra su Creador.
Es por lo que la muerte de Cristo no tiene sentido sin la resurrección, porque si su muerte hubiera sido la última palabra, entonces la muerte habría ganado y la vida de Cristo, lejos de ser trágica, simplemente habría sido un gesto heroico absurdo. Una simple y mera quijotada.
Ante la tragedia que puede significar la vida en este mundo, solo hay uno que puede hablar a nuestro corazón haciendo sentido de ella, pues la experimentó de primera mano. Es un Dios que sufrió la cruz por amor. Que lleva las marcas de lo trágico de la humanidad sobre Él. Es un Dios que vivió la densa oscuridad de la muerte, para vencerla, y traer el resplandor de la resurrección para vida. Esto es lo que se celebra este fin de semana en Puerto Rico. No hay mensaje mas poderoso que este. Es tiempo de mirar el madero. Es tiempo de mirar la tumba vacía. ¡Adelante, con fe!