La diversidad está en boca de todos. Y lo está por virtud de la política pública del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, que parecería cuestionar la idea misma de la necesidad de la diversidad y la representatividad como activos de un mundo en el que esos valores a veces solo están presentes por la fuerza y no por la lógica.
Por la fuerza porque, tristemente, la lógica o el deseo de que los diversos sectores de los que está compuesta al sociedad estén adecuadamente representados y compensados en los entornos laborales, académicos y gubernamentales no siempre se alcanza de manera natural. Lo mismo que ha ocurrido con la mayor parte de los derechos de los que hoy gozan los ciudadanos en el mundo moderno.
Está claro que quien siempre ha estado adecuadamente representado con toda probabilidad no entiende la necesidad de políticas de representación, diversidad o equidad. Y no lo entiende porque nunca se ha visto en la necesidad de que se le valore por sus méritos, preparación y calificaciones en lugar de por su género, color de piel o procedencia. Por eso, para entender estas iniciativas solo basta con desprendernos de los propios privilegios y ponernos por un momento en el lugar del otro. También conviene repasar la historia para recordar de dónde venimos y lo que hemos alcanzado.
Las mujeres no siempre han podido votar. No fue sino hasta 1920 que lo consiguieron en los Estados Unidos. En 1929 pudieron hacerlo en Puerto Rico aquellas que supieran leer y escribir. Si se era mujer y negra, el derecho no quedaba garantizado en muchos de los casos puesto que por razón de su color de piel y circunstancias sistémicas muchas no tenían acceso a la educación requerida para poder acceder el derecho al voto. A lo anterior se suma el hecho que según múltiples estudios, incluyendo el del Departamento del Trabajo y Recursos Humanos del Gobierno de Puerto Rico presentado en junio de 2024, las mujeres en la isla ganan un 17% menos que los hombres, aun cuando realicen las mismas tareas y tengan la misma educación. Por ello, políticas que incentiven la diversidad, equidad e inclusión no son un lujo sino una necesidad.
En el caso de las personas negras, el asunto es similar. Aunque en Puerto Rico no existen estudios tan exhaustivos como en los Estados Unidos con toda probabilidad por nuestra insistencia histórica en negar el racismo- las disparidades por razón del color de piel son evidentes y sistemáticas. Podría argumentarse que incluso no son intencionales, pero ciertamente entronizadas como otras tantas desigualdades que siguen vivas y enraizadas en nuestra fibra de país, cosa que nos hace normalizar y no cuestionar las disparidades. Y como nos hacemos de la vista larga, las políticas de diversidad, equidad inclusión no son un lujo sino una necesidad. En el caso de Estados Unidos, estudios como el del Centro Nacional de Estadísticas de Educación reveló que las personas negras son comúnmente objeto de discriminación en el mercado laboral, acceden con menor frecuencia a educación universitaria por causa de barreras económicas y no intelectuales. Incluso, revela que aun habiéndose graduado de la universidad y tras el logro de títulos universitarios enfrentan mayor inestabilidad laboral y mayores tasas de desempleo que personas de piel blanca.
Hasta muy pocos, empresas privadas a nivel local se atrevían a incluir en sus manuales de normas del empleado políticas que degradaban los rasgos físicos de personas afrodescendientes. Escuelas penalizaban a niñas por llevar sus cabellos al natural o enfrentaban problemas en el escenario académico si no renunciaban a lucir características físicas como sus cabellos rizados. Compañías obligaban a mujeres afrodescendientes a alaciar sus cabellos porque no hacerlo era mal visto dentro de las normas de la etiqueta y la buena apariencia.
Es gracias a políticas de diversidad e inclusión que discriminar por las razones antes descritas es ilegal. Es también gracias a ellas que miles de estudiantes de las llamadas minorías raciales en EEUU con excelentes calificaciones y habilidades intelectuales pero procedentes de familias con bajo poder adquisitivo han logrado acceder a educación superior de calidad. Lo mismo que ha sucedido con mujeres. O Lo que es lo mismo, sin esas políticas habrían tenido difícil acceder a la educación necesaria para lograr la oportunidad de movilidad social. Porque tales políticas no promueven compensación anclada en la pena o la falta de méritos. Por lo contrario. Se benefician de ellas aquellos que, teniendo los méritos, tienen en contra las barreras de inequidad que persisten y a las que sería cuesta arriba saltar sin políticas públicas.
Por eso, antes de cuestionar como innecesarias e inservibles las políticas de inclusión, equidad e inclusión conviene mirarnos al espejo, quitarnos la máscara de nuestros privilegios y reconocer que el camino para una sociedad verdaderamente justa para todos es aún un proyecto en construcción.
Ojalá algún día seamos todos evaluados por nuestros méritos y preparación pero, mientras ese día llega, el Estado debe ser promotor de políticas públicas que permitan que todos tengamos no solo en la teoría sino en la práctica, igualdad de derechos, responsabilidades y oportunidades. Sólo no echa en falta la equidad y representatividad quien siempre ha estado adecuadamente representado. Después de todo no es posible extrañar lo que siempre se ha tenido.