La isla de Puerto Rico, con su compleja relación política y económica con Estados Unidos, vuelve a encontrarse en el ojo de un huracán mucho más potente y poderoso que el de María: la presidencia de Donald J. Trump.
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Los recientes movimientos de la administración Trump para reducir el gobierno federal y reubicar responsabilidades en los estados (o territorios, en el caso de Puerto Rico) tienen implicaciones profundas. La paradoja es clara. Mientras reduce la burocracia federal, Trump también centraliza su poder con un despliegue de órdenes ejecutivas que aparentan implementar un estilo presidencial en donde se marginaliza al Congreso, quien hasta ahora no ha rechazado afirmativamente a ninguno de los principales nombramientos del presidente, teniendo el potencial de redefinir los contornos de los pesos y contrapesos de ambos poderes.
Ante ese proceso de desarrollo de presión milibar presidencial, Puerto Rico continúa bajo un experimento de colonialismo moderno, atrapado en la contradicción eterna entre las múltiples interpretaciones de la realidad mágica local versus la implacable realidad federal.
La realidad es que, ante la presidencia de Trump, Puerto Rico navega un panorama incierto, donde cualquier calculadora que determine cortes presupuestarios puede borrar programas sociales con fundamentos precarios para los cuales no hay sustituto inmediato, a corto, mediano o largo plazo. Tal incertidumbre se agrava, pues la Junta de Supervisión Fiscal (establecida bajo la ley PROMESA) ya establece un control amplio sobre las finanzas locales como resultado de la quiebra económica de la isla. Ahora, bajo la sombra trumpeana, parece imposible anticipar si los programas esenciales—como Medicaid o fondos para la educación—resistirán la próxima tijera presupuestaria.
El sistema de salud en Puerto Rico, por ejemplo, ya opera con fondos significativamente menores que los de cualquier estado. A esto se le añade el capítulo más aterrador de nuestra historia de los últimos 80 años: la quiebra de la Autoridad de Energía Eléctrica (AEE). Al amparo de esta quiebra energética, hoy, si llegásemos a obtener toda la ayuda federal prometida, lo que aparenta ofrecernos como resultado es poder mantener el sistema eléctrico más o menos en una situación similar a la que tenemos, con ligeras mejoras, pero extremadamente más costoso.
El panorama que pinta la administración actual deja claro que no hay salvavidas federal para la isla, y mucho menos un impulso para subsanar brechas históricas. Así, para las familias en un Puerto Rico que aún lucha por salir adelante en un ambiente de recursos limitados y dependencia federal, las prioridades de la administración Trump pueden enfrentarlos con los temores con los que siempre los han asustado: el cuco está a la vuelta de la esquina.
El movimiento de transferir responsabilidades a los estados y territorios puede ser viable en contextos funcionales, pero en Puerto Rico, donde la política local está atrapada entre una estructura institucional colonial desgastada y la intervención de PROMESA, la retórica de una mayor autonomía parece vacía. En un estado funcional, esta reubicación podría significar autonomía, pero en Puerto Rico, resuena como abandono, una forma de dejar a la isla desintegrarse en cámara lenta.
La realidad es que, si las agencias federales reducen su rol, no existe una estructura local lista para asumir de manera eficiente esas responsabilidades. Peor aún, Puerto Rico se encuentra en manos de la Junta, que no solo restringe maniobras fiscales, sino que también perpetúa una narrativa de subordinación.
Frente a esta tormenta, la pregunta es: ¿cómo se posiciona Puerto Rico, sin representación en el Congreso y con una Junta de Supervisión Fiscal que, en teoría, debería “proteger” las finanzas locales? El margen de maniobra es casi inexistente. Con una gobernadora que coloca la ejecución financiera de su gobierno en manos de cabilderos acostumbrados a representar bonistas en contra del propio gobierno. Cuando necesitamos líderes puertorriqueños que enfrenten nuestra realidad replanteándose las estrategias, nos dan líderes que vienen a implementar las mismas que nos han sido fallidas por décadas, un centrismo inmovilista egocentrista. Es difícil ajustarse la cintura sin cinturón.
Puerto Rico no puede continuar como observador pasivo y debe sacudirse ante la realidad inescapable de que no podemos seguir sobreviviendo bajo un sistema de dependencia perpetua. Paradójicamente, la crisis actual debe usarse como motor para empujarnos a enfrentar, de una vez por todas, nuestros más grandes temores bajo una presidencia que, al menos en sus primeros meses, ha demostrado que está dispuesta a actuar sin temor a las repercusiones.
El tiempo, y nuestro liderato, dirá si esto es una oportunidad disfrazada o simplemente una sentencia dictada desde una Casa Blanca que, como acostumbrado, suele tener la mirada puesta en sus intereses y no en los de aquí. Esa es una realidad, sea usted estadista, independentista o libre asociacionista.
¡Adelante, con fe!