La mejor forma de viajar a Rotterdam es en tren.
Al salir de la estación ferroviaria de la ciudad holandesa, dejas el equipaje en el suelo, te das la vuelta y, tal y como me ocurrió a mí el mes pasado, te quedas observando uno de los edificios más alegres del mundo.
Es el centro de transporte del arquitecto Eero Saarinen.
La estación de Rotterdam eleva en el aire, ignorando la gravedad, un salto de ballet de acero, vidrio y madera.
En cualquier otra ciudad sería una pieza central, probablemente una anomalía, como el Guggenheim de Bilbao, en España, o el ayuntamiento de Toronto, en Canadá.
En Rotterdam encaja a la perfección. Es una ciudad de experimentación salvaje, el laboratorio de pruebas arquitectónicas de Europa, una Dubái de la posguerra o un Doha, pero mejor aún.
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En lugar de haber sido desarrollado por una sola generación de gente adinerada en busca de reputación global, Rotterdam evolucionó durante más de tres cuartos de siglo en respuesta a las necesidades específicas de su población y a los tiempos que vivieron.
Es una ciudad habitable, accesible y perfecta para recorrer en bicicleta. Pero está hecha, como las "insta-ciudades" del Golfo, para impresionar, no solo con dos o tres edificios, sino con docenas.
Aunque no siempre fue así.
Renacer de las cenizas
A las 13:28 del 14 de mayo de 1940, un zumbido siniestro se escuchó en las calles de la ciudad holandesa. Provenía del este. Y era un sonido que todos temían.
Un minuto después, el ejercito nazi ocupaba la hermana gemela de Ámsterdam, que entonces tenía sus propios canales y viejas casas de madera y ladrillo.
Rotterdam era el motor industrial de los Países Bajos y el puerto más grande del mundo.
Quince minutos después, los bombarderos se fueron, dejando la ciudad en llamas que ardieron durante seis días hasta que no quedó nada por quemar: 250 hectáreas, 25.000 casas,11.000 edificios comerciales fueron reducidos a cenizas.
Rotterdam había desaparecido casi por completo.
Las llamas todavía no habían cesado cuando las autoridades municipales se reunieron el 18 de mayo para decidir qué hacer.
Pese a que los muros se habían derrumbado en su mayoría, quedaba material de sobra para reconstruirlos. Era la opción lógica. Era la opción que Coventry (Inglaterra), Varsovia (Polonia) y decenas de pueblos y ciudades alemanas adoptarían en los próximos años.
Probablemente, hubo una discusión y ruegos apasionados para reconvertir esta ciudad del siglo XIV en algo que pudiera proporcionar cierto sentido de estabilidad a generaciones de familias, pero la decisión final fue demolerlo todo… y volverlo a construir.
El arquitecto Willem Witteveen comenzó a trabajar en un plan. Sería una urbe nueva, pero monumental y grandiosa.
Entonces, ocurrió algo todavía más sorprendente.
El cambio
En 1944, cuando la ciudad todavía estaba bajo la ocupación alemana, el industrialista Cees van der Leeuw convocó otra junta, esta vez relativamente secreta, en el salón de té de su fábrica Van Nelle, donde se producía café, té y tabaco.
Había sido la primera obra maestra arquitectónica moderna de la ciudad (Le Corbusier la llamó "el espectáculo más hermoso de la era moderna") y estaba lo suficientemente lejos del centro como para no haber sido afectada por la guerra. Era una oportunidad, dijo van der Leeuw.
"Estos capitanes de la industria pensaron que era mejor tener más flexibilidad que Witteveen", le dice a la BBC la historiadora arquitectónica de Rotterdam Michelle Provoost, señalando que esta modernización había comenzado en la cuidad incluso antes de la guerra, con edificios como Café Unie (destruido y reconstruido).
Witteveen no era lo suficientemente moderno para los hombres de negocios o los ocupantes alemanes, a quienes les gustaba la idea de una pizarra en blanco para construir una nueva ciudad inspirada en el Reich (que nunca llegó a despegar).
Van der Leeuw convenció a la ciudad para despedir a Witteveen y contratar a su asistente, Cornelis van Traa, para hacer algo más radical. "van Traa presentó una ciudad libre de objetos", dice Provoost.
Era el momento de la nueva Rotterdam: la ciudad más arquitectónicamente seria, intensa y alegre del mundo había nacido.
Vivir entre obras maestras
Cuando termines de observar la estación de Rotterdam, toma un tranvía hacia la estación Blaak para tener un impacto máximo de la ciudad.
Saliendo del toldo de cola de pavo real de la estación de metro, verás dos obras maestras arquitectónicas de finales del siglo XX y principios del XXI.
A la derecha, las Kubuswoningen (1980-84), de Piet Blom, 39 casas-cubo, cada una de las cuales se sostiene sobre su vértice, creando algo parecido a un bosque de cemento.
A la izquierda, está el Markthal (MVRDV, 2014), un enorme mercado en forma de herradura con apartamentos y condominios a ambos lados. En su interior hay una mezcla de cosas que puedes comprar y comer.
Pero lo mejor de Rotterdam es lo que ves entre esas obras maestras.
Voltéate hacia la parada del tranvía y verás Blaak 8 (Group A architects, 2012). Es tan solo un bloque de oficinas, pero si te fijas en sus ventanas trapezoidales verás que su forma cambia cada pocos pisos.
Y a su derecha, otro edificio, Blaak 31, con un restaurante italiano en la planta baja se eleva otras tres plantas sin motivo aparente. Y la compañía de impuestos que ocupa su mayor parte acaba de anunciar que está construyendo una nueva sede con forma de reloj de arena.
Normalmente, cuando viajo selecciono los hoteles en función de su ubicación, historia o instalaciones. En Rotterdam, los elijo por su arquitectura.
En mi primer viaje, hace un par de años, me quedé en Citizen M, una cadena europea de alto diseño y escasos servicios. Parecía algo entre un almacén, una escuela primaria de los 70 y una silla ottoman "Mies".
Esta vez, dormí la primera noche en el Marriott, en la torre Millennium (WZMH, 2000), un guiño tardío a la posmodernidad, al lado de la estación de Rotterdam.
Y la segunda en el alojamiento más novedoso, un hotel de una habitación llamado el Wikkelboat.
Esta casa flotante, amarrada a un puerto deportivo, está hecha por 24 capas de cartón reciclado, con una cubierta y espacio para barbacoas.
Sobre él se alzaThe Red Apple (KCAP, 2009) —la manzana roja, en español— un rascacielos hecho de aluminio anodizado que se enrojece de manera natural con el paso del tiempo.
Rotterdam ama sus edificios como Santa Mónica sus playas. Es como la Disneylandia de los amantes de la arquitectura.
Pero puede ser incluso más divertido para quienes no solemos prestar tanta atención a los edificios en los que trabajamos, nos divertimos y vivimos… y volvemos a casa preguntándonos por qué nuestras ciudades no pueden ser un poco más como Rotterdam.
Puedes leer la nota original en inglés.
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