Siempre he sido una persona obsesivamente optimista, pero tengo que admitir que últimamente mi optimismo ha sido retado hasta el punto que en ocasiones ha necesitado resucitación cardiopulmonar para mantenerse con vida. Y esto no tiene nada que ver con la crisis económica que vive el país, sino más bien con la social.
Todos sabemos que la droga y la criminalidad que resulta de ella nos están robando la paz todos los días. Lo que no es tan obvio es que si la droga está ganando la batalla es porque se ha convertido en el escape de miles de nuestros jóvenes. Para algunos se ha convertido en la anestesia al dolor emocional; para otros, el camino fácil hacia el dinero y el poder. En ambos casos, es la medicina para autoestimas destruidas por las mismas manos que debieron haberles formado en amor.
Desde finales del 2016 comencé a laborar en dos áreas que me enfrentan todos los días con la realidad que viven tantas familias. Uno de mis nuevos trabajos me lleva a viajar a diferentes pueblos de la isla para ofrecer talleres sobre comunicación y crianza saludable a padres de estudiantes de escuelas públicas. Hay ocasiones en que en escuelas de cuatrocientos o quinientos estudiantes aparecen dos o tres madres a un taller. El trabajo se hace como quiera, y uno se enfoca en calidad, no en cantidad. Pero no deja de darte en la cara la falta de interés.
Por otra parte, dedico cuatro horas a la semana a dirigir grupos de coaching de vida con mujeres y niñas confinadas. Las historias de maltrato, de golpes, de insultos, especialmente las de las menores, me parten el alma. A veces quisiera abrazarlas y decirles que todo va a estar bien, pero no puedo. Y, si no hacemos algo, el ciclo de la violencia física y verbal en nuestros hogares nunca va a terminar. Y la droga va a seguir robándonos la esperanza. Hoy celebro que en mi sesión con las “nenas” en la institución sentí que algo se logró. La semana que viene, quién sabe. Un día a la vez.