El haber participado en la marcha que marcó el paro general fue una de las experiencias más hermosas y gratificantes de mi vida. Viví un gran ejemplo de solidaridad junto con miles de personas, quienes, a pesar de nuestras diferencias, pudimos comprobar que es mucho más lo que nos une que aquello que nos separa.
De la misma forma, sentí un profundo dolor al ver cómo un grupo pequeño transformó lo que había sido una expresión contundente de resistencia pacífica en una manifestación visceral de coraje y destrucción. Y lo peor ha sido que, aunque la manifestación de violencia física no duró más de un par de horas, la de la violencia verbal de parte y parte continúa todavía al día de hoy.
Les tengo que confesar que mi mayor miedo en estos momentos históricos no es a la Junta Fiscal o a la quiebra. Mi temor más grande es que esta crisis nos desconecte de la capacidad para la empatía. Hay dos opciones ante momentos difíciles: o te dejas hundir, o te haces más fuerte. Y sin empatía nos hundimos.
La empatía tiene un componente mental y otro emocional. Somos empáticos mentalmente cuando intentamos entender el punto de vista de otra persona aun cuando no pensemos como ella. Es la capacidad de poder caminar en los zapatos del otro. Ese tipo de empatía requiere el que aprendamos a escuchar y nos callemos la boca de vez en cuando.
Somos empáticos emocionalmente cuando podemos conectarnos con el dolor o la alegría de otros. La neurología ha comprobado que todos los animales (seres humanos incluidos) contamos con “neuronas espejo” que se activan cuando observamos las emociones de otros, convirtiéndonos en un reflejo de lo que sienten. Pero, para cultivar este tipo de empatía, necesitamos desarrollar la capacidad de observar.
Puedes seguir teniendo tus opiniones y tus ideales, pero, mientras tanto, date la oportunidad de escuchar y observar. Porque, a medida de que creces en empatía, también lo haces en humildad y en esa fortaleza que solo nace de un espíritu que reconoce que es espejo de todos y de todo.