Hace diez años que Amazon sacó su gran novedad tecnológica y la salvación de la gente práctica y viajera, el Kindle. Era un precio más o menos razonable para ser un adelanto tan cómodo. A mi mundo la tecnología siempre llega medio tarde y, generalmente, aterriza en forma de regalo de alguien que cree que debo progresar, como si le diera penita que no tenga el último grito en la avenida, cosa que uno nunca le dice a alguien que tiene el mismo carro hace once años y la misma casa hace quince.
Varias veces mi esposo me preguntó si quería uno, prácticamente cada nueva generación de Kindle me hacía la pregunta. Siempre me he negado porque soy una enamorada de los libros.
Suena clichoso pero estoy convencida de que el proceso de enamorarse de una lectura comienza con una mirada al libro. Suelo ir a las librerías, pasearme por los pasillos, coger los libros, pasarle la mano y pasar las hojas como si me abanicara para tener una idea del olor de sus páginas, como sin con ello tuviera un atisbo de su lectura.
Y con las tablets y los e-readers no se logra eso. No se marca la paginita por donde voy, así con doblez torpe, ni se le pega el olor al café o al Malbec que acompañe la lectura.
Tengo un cuarto en mi casa que solo tiene libros. Novelas, biografías, libros de colección, de arte. Hay otras cosas también, pero predominan los libros. Es el cuarto de juegos de mi hijo. Así que a ese cuarto se meten otros niños cada vez que los juegos electrónicos se apoderan del ambiente.
El otro día uno de los niños entró al cuarto y se tiró la bomba: “Este cuarto apesta a libros”. Yo estaba en la cocina con música prendida y quise asegurarme de que había escuchado aquello. Fui y le pregunté. “¿Alguien dijo aquí que este cuarto apesta a libros?”, pregunté. Y el niño, muy campante, me dijo que él. “Oh, ok”, le respondí.
Me arrepiento en cierto modo de no haberle dicho nada. Pero fue una determinación que tomé en segundos, primero porque no era mi hijo y segundo porque tenía seis años y no sabía si me iba a entender. Cambiar esa mente de algo que “apesta” a algo que “huele” no debería ser tarea de un extraño o de un vecino. O quizás sí, pero decidí volver a la cocina.
Hay una generación que va creciendo por ahí solo con un mundo electrónico de fácil acceso a su alrededor. Viven con la facilidad del Google para contestar sus inquietudes y leen el primer párrafo porque parecería que las letras les apestan. Atrás quedó la referencia a un libro, a una enciclopedia, al “búscalo, hija” que me decía mi mamá inequívocamente cuando le hacía una pregunta.
Es una vida más rápida y más cómoda. No sé si más feliz. Yo sigo cargando con mis libracos para todos lados. En la playa, aunque a veces me pesen más que la silla, en el avión, sacrificando el espacio de maletas y bultos de mano, y al pobre vecino de silla de avión si me toca uno al lado. Me los llevo al beauty y a veces en el punto culminante de mi lectura les da con secarme la pollina, lo que me deja ciega unos minutos.
No hay nada como tener un libro en las manos. Debemos enseñarles a nuestros hijos el valor de ellos, que no significa que dejen de ser tecnológicos y de estar al día. Hay que enseñarles que los libros no apestan.