Por: Denis Márquez
En el día de ayer comenzó a discutirse en vista pública de la Cámara de Representantes el proyecto 1124 que pretende fusionar las cuatro administraciones que componen el Departamento de la Familia.
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En su ponencia, la secretaria de Familia expresó que la anterior reforma se estableció hace 22 años y que es necesario atender la “realidad de las familias puertorriqueñas”. Precisamente, durante esos años, he visto el fracaso del establecimiento de nuevas agencias, de cambios cosméticos en los servicios que brindan las administraciones de Familia, así como en sus programas sociales. Y es que, el problema medular y de fondo es la existencia de una acentuada crisis social que arropa al país provocada por la incapacidad de los que han gobernado de implementar políticas públicas articuladas y coherentes, pero, sobre todo, sensibles con la población impactada.
Dicho sea de paso, cuando hace 22 años se transformaron legalmente los servicios y programas sociales, al igual que ahora, enfrentábamos el gravísimo asunto del maltrato de menores, con el agravante de un incremento en el maltrato sexual, ocurrido mucha veces en el núcleo familiar de las víctimas. De igual forma, el envejecimiento de la población pone de manifiesto la fragilidad económica y social del sector poblacional de los adultos mayores, la precariedad de sus ingresos —que provoca graves problemas de vivienda, alimentación, servicios de salud— y la amenaza en ciernes de la reducción de sus pensiones por mandato de la Junta imperial, lo que provocará consecuencias insospechadas en este sector.
No hay más que transitar brevemente por las calles y avenidas del país para enfrentarnos con la contundente realidad de las personas sin hogar. Muchas de ellas llevan consigo la terrible enfermedad de la drogodependencia, cuya solución gubernamental de “mano dura” solo ha servido para criminalizar esta terrible condición.
Estas descripciones van de la mano del problema fundamental de esta crisis: la desigualdad social. Un país en donde más de la mitad de la población vive bajo los niveles de pobreza, donde el 60 % de la población no es parte de la actividad laboral, donde miles de familias sobreviven con salarios mínimos, donde miles de familias son dirigidas por mujeres y sus hijos, incrementando la desigualdad. Un país donde incluso los servidores públicos de las propias agencias que brindan servicios y apoyo a todas estas poblaciones no reciben salarios bien remunerados, laboran bajo condiciones de empleo cuestionables y un futuro incierto, dadas las políticas de los Gobiernos actuales y pasados, de sacrificar a los siempre: a los trabajadores.
Estoy convencido de que este gobierno, como otros, tiene el poder político para cambiar legalmente sus agencias, fusionarlas, gritar a los cuatro vientos supuestos ahorros y celebrar en La Fortaleza la aprobación y la firma del proyecto de ley. No obstante, si no cambiamos los modelos y paradigmas de políticas públicas, en los que la justicia social, la equidad, el respeto y el aumento de derechos humanos sean el norte; si no transformamos los servicios de salud para que el bienestar del paciente, la aceptación y el reconocimiento a la diversidad familiar, acabar con la constante y exclusiva legislación de empobrecer a la clase trabajadora sean lo esencialmente primordial, y no el lucro, la nueva ley no solo será letra muerta, sino que, además, la injusticia social nos seguirá pasando factura. Sin olvidar, claro está, la urgente y reiterada necesidad de descolonizar nuestra nación para comenzar a romper con todos los yugos de las dependencias económicas y sociales que ha engendrado la realidad y crisis social, fiscal-económica y política del Puerto Rico de hoy.