Con la temporada de huracanes reaparece la discusión sobre la forma en que se maneja el servicio eléctrico del país. Es un hecho que nos enfrenta a la triste realidad de una Autoridad de Energía Eléctrica (AEE) cuya máxima dirección ha descuidado por décadas el mantenimiento de sus plantas generadoras y sus líneas de distribución y transmisión.
Por eso, al menor soplido del viento el sistema sucumbe, al extremo de ver cómo casi dos semanas después del paso del huracán Irma, y sin azotarnos como se previó, todavía uno de cada 20 abonados de la AEE están sin luz, una situación que despierta mucha preocupación cuando se observa que el efecto mayor del apagón está en San Juan y en algunas otras zonas del área metropolitana.
Ante esto, en una de sus últimas declaraciones, el gobernador Ricardo Rosselló ha indicado que “de cara al futuro tenemos que ver cómo llega inversión para poder restaurar nuestro sistema de energía eléctrica”. Pero ¿de qué inversión habla el primer ejecutivo?
La respuesta es simple. Rosselló, al igual que los gobernantes que lo han precedido, solo enfocan su atención en atraer inversión privada para la generación de energía, como si el problema del país se tratara de generar y producir electricidad.
Todo lo contrario. Si algo hay que reforzar y fortalecer en la AEE es su sistema de transmisión y distribución, que son las áreas que se han tirado al abandono como parte de un diseño para “vendernos” la idea de la privatización.
Lo que no nos dicen los políticos de turno es que tras esa pretensión de privatizar la generación de energía se busca entregar al capital privado la joya de la corona de nuestro sistema eléctrico, mientras el Estado continuaría asumiendo el costo pesado de la operación.
Por eso hay que puntualizar que, tras el abandono en la fase de mantenimiento al que han lanzado a la AEE por años, hay enraizada una visión ideológica. Acercarnos a esa ideología es, ante todo, descifrar cómo las últimas administraciones gubernamentales han concebido el suministro de energía para abastecer la demanda de residentes, comercios e industrias.
Sencillo. La respuesta nos coloca ante la disyuntiva de si la energía eléctrica debe ser considerada un servicio o una mercancía. La forma como se idee ese dilema determinará el curso de acción.
Veamos. En la década del cuarenta, generar y distribuir energía se concibió como un bien social esencial para desarrollar la infraestructura necesaria que impulsaría el progreso del país. Electrificar la isla, principalmente en las zonas rurales, se convirtió en tarea del Estado. Si el Gobierno de entonces no hubiera creado la Autoridad de Fuentes Fluviales (hoy AEE) en 1941, asumiendo el control sobre la producción y distribución de la energía, nadie desde el sector privado lo habría hecho. Lo mismo ocurrió con el suministro de agua potable y el sistema de telecomunicaciones.
La razón es simple. Dondequiera que nos ubiquemos, el capital siempre concebirá la energía como una mercancía más, como cualquier producto que se destina a un mercado con el único fin de generar lucro. Siendo así, lo que vale es la ganancia que pueda derivarse de una transacción de compra-venta sin distinguir necesariamente su origen.
Si mañana privatizáramos la generación de energía, nada garantizaría que nuestro sistema eléctrico funcione mejor de que lo que hoy lo hace. Todo lo contrario. Lo que podemos presumir, a base de la experiencia de otros países y estados en Estados Unidos, donde se ha explorado la privatización, es que la luz eléctrica será más costosa y que los problemas de hoy se empeorarán.
Basta revisar las experiencias en Argentina, República Dominicana y el estado de California, por ejemplo, para darnos cuenta de cómo se ha afectado la ciudadanía tras la privatización del sistema eléctrico. Y para no irnos muy lejos, repasemos qué pasó en Puerto Rico hace varias décadas cuando se entregó al capital privado la Autoridad de Acueductos y Alcantarillados. Fue un negocio pernicioso para el Gobierno, que le costó millones de dólares al pueblo, por lo que, finalmente, hubo que salir corriendo a rescatar su carácter público.
La luz es un bien social. Un servicio que el Estado tiene que brindar para garantizar a la ciudadanía sus necesidades de iluminación y el desarrollo de las actividades productivas de un país. La mercancía se compra y el servicio se presta. El valor de la mercancía depende principalmente de la oferta y demanda de un producto en el mercado. El servicio, en cambio, responde a las necesidades de la gente.