Desde hace unos días, soy de esas afortunadas a las que le llega la luz de vez en cuando y, con ella, el agua. Así que ya he ajustado mi agenda para estar en casa a las horas en que eso suele suceder, para asegurarme de que aprovecho el más mínimo minuto de luz artificial y de agua.
Desde que eso pasa, no hay una sola pieza en casa que esté sucia porque se lava todos los días, pensando que esa puede ser siempre la última vez. Yo estoy más limpia que nunca porque oigo agua y arranco a la ducha, no sea que sea también la última vez.
Con la luz y el agua, aún en su intermitencia, han comenzado a desaparecer los mosquitos y yo ya no me rasco en público con tanta desesperación y/o disimulo, dependiendo cuál fuera el nivel que me atacara en el momento.
La nevera aún está vacía. Solo tiene agua, leche y hielo. No me atrevo a invertir ahí mucho.
Pero este huracán ha despertado en mí algo que yo nunca había sentido en 42 años, y es como una urgencia de tener un árbol de Navidad. La única vez que puse un árbol decente de Navidad fue cuando decidimos adoptar a nuestro hijo. Queríamos un árbol que no olvidara. Y tuvimos éxito. Tampoco olvida que, en los años subsiguientes, no ha habido árbol. Nunca me enseñaron ese amor navideño por el arbolito. Sí por otras cosas, como la música navideña, la comida de la época, la confraternización, pero el árbol nunca fue importante. Mami siempre nos ponía un nacimiento del Niño Jesús con la excusa (o la razón) de que debíamos tener siempre presente el verdadero objetivo de la celebración. Y así crecí yo.
Este año, sin embargo, quiero un árbol. Uno grande, frondoso, si es necesario, de esos que uno se ve obligado a cortar porque no cabe. Ya hasta espacio le tengo. Lo voy a poner en la esquina donde tengo el generador eléctrico, el que adquirí el mismo día en que llegó la luz a la casa. De esas cosas que me pasan solo a mí.
El árbol no va a tener muchas luces —no sea que los bajones terminen por fundírmelas— ni muchas gangarrias. Pero en lo que se supone que sea la falda del árbol voy a poner par de cosas que no quiero olvidar ni aunque Puerto Rico y mi familia se levante. Voy, obvio, a poner el generador eléctrico, con el bidón de cinco galones que vine cargando de Estados Unidos porque escaseaban en la isla. Al ladito voy a poner las lámparas LED, sin las baterías y las linternas, obvio. También voy a poner un mini grill que compré y sus dos bolsitas de carbón, que nunca usé. Obvio que colocaré también la estufita de una hornilla que compré y que tampoco utilicé porque jamás encontré butano. Ahora que me bendice la intermitencia, hay en todos lados.
Los abanicos de baterías, grandes y pequeños, van a ir a los lados, sobre todo los pequeños porque son clip-ons y creo que le van a dar, literalmente, como un airecito novedoso. Y esos los coloco con muchísimo amor, porque los utilicé todo el tiempo. Si no, los mosquitos me hubieran tragado.
Con mucho amor también colocaré —y estoy pensando si eso será el sustituto de la estrella— las bolsas de la bañera. Son unas bolsas de cinco galones, a las que uno le mete al agua y las pone al sol por tres horas y con eso se baña rico una vez al día. Una, nada de dos. Esas siempre las usé.
Y la cisterna. Ay, querida cisterna. Esa merece decoración aparte. Creo que la voy a envolver en papel rojo y la voy a convertir en un enorme y obesísimo Santa Claus, porque claro, sin luz, ¿cómo era que funcionaba la cisterna de agua? De sombrero la tenía.
Mi árbol de Navidad de este año, como ven, será un monumento al agradecimiento, aún en la intermitencia, y una burla a mí misma por haberme preparado de manera tan incorrecta para enfrentar a María. Ojalá todos podamos poner un arbolito. Grande, chiquito, con nuestros propios objetivos, seguramente más serios que los míos.
¡Qué mucha gente hay ansiando que llegue la Navidad!