La manera como percibimos la respuesta del Gobierno federal ante el huracán María dice mucho de nosotros. Las posiciones aparentan reducirse a uno de dos extremos. Por un lado, hay quienes creen que los federales no han hecho nada aquí, que no ha habido ayuda alguna, que nos dejaron a la deriva. Por otro, están los que creen que sin FEMA y los federales permaneceríamos postrados. “¿Qué nos haríamos sin ella?”, se preguntan al mirar con anhelo la bandera de EE. UU. En esa visión, Puerto Rico no habría podido recuperarse del embate de la tormenta de no haber sido por el americano.
Ambas visiones se distancian de una lectura realista de la situación del país. La primera, porque sabemos, objetivamente, que FEMA ha invertido cientos de millones dólares en la recuperación del país. Eso no quiere decir que su respuesta haya sido suficiente o que haya tenido la urgencia necesaria para devolverle la paz y alguna semblanza de normalidad al pueblo. Pero es un reconocimiento de que muchos han recibido cheques —ineficazmente pequeños en la mayoría de los casos—, de que el Cuerpo de Ingenieros tiene personal aquí reparando el sistema eléctrico, y de que el chef José Andrés repartió millones de comidas calientes, en parte gracias a un contrato con el Tío Sam, entre otras tantas gestiones federales.
Igual, tampoco es cierto que Puerto Rico se levanta únicamente en virtud del apoyo federal. No solo le falta a la verdad y menosprecia la labor de cientos de miles de puertorriqueños —muchos de ellos voluntarios—, sino que hiere la autoestima de un pueblo que necesita creer en sí mismo para poder echar pa’ lante.
La realidad se encuentra entre ambos extremos. Una lectura sensata de la situación por la que atraviesa el país y la respuesta del Gobierno estadounidense nos permitiría aquilatar el presente y planificar para el futuro. De esta, se derivan varias lecciones importantes.
El futuro de Puerto Rico no puede estar supeditado a las inclinaciones de líderes políticos por quienes no votamos. Sin duda, el Gobierno estadounidense actual nos ve como extranjeros y no como conciudadanos. Por ende, no han desplegado el mismo nivel de urgencia ni de apoyo que en lugares como Houston y el sur de la Florida, golpeados también por poderosos ciclones tropicales en el pasado año. Algunos dirían que los demócratas emplearían una perspectiva distinta; otros que es irrelevante qué partido predomine en Washington. Sea cual sea el caso, Puerto Rico no puede seguir pendiente únicamente al vaivén electoral de un país en el que el Congreso puede cambiar de partido cada dos años, y que, por las pasadas décadas, no ha tenido una política pública coherente con respecto a la isla, sin importar qué partido estuviera en mayoría.
Como deducción lógica, tampoco podemos seguir a la espera de que se den las condiciones para que Puerto Rico sea admitido como estado. El movimiento anexionista tiene el poder electoral para trancar el juego en Puerto Rico. La pregunta es hasta cuándo. Si la estadidad tomase otros cien años, ¿estaríamos dispuestos a esperar tanto tiempo? ¿Estamos dispuestos a dejar que generación tras generación, nuestros hijos e hijas permanezcan en un estado de animación suspendida nacional indefinidamente? ¿No hay nada que podamos hacer, como colectivo —como país— para atender las necesidades del pueblo, aun manteniendo viva esa aspiración de poco más del 40 % de la población?
Tampoco debemos asumir posturas de enemistad con el pueblo estadounidense. El futuro de Puerto Rico está íntimamente vinculado al de Estados Unidos, querámoslo o no. El país sigue siendo, indiscutiblemente, la primera potencia del mundo, y sin duda la de este hemisferio. Su influencia en la región no menguará por el futuro previsible. La mayor parte del pueblo puertorriqueño reside hoy en uno de los 50 estados. Y la ayuda del Gobierno federal, como dijera ya, ha sido importante en la recuperación del país. El futuro de nuestra relación será el de socios. Saber aprovecharnos de esa amistad para beneficio mutuo debe ser la agenda del liderato político de Puerto Rico. A la misma vez, tenemos que laborar para lograr la autosuficiencia de nuestra economía y de los individuos que la componemos, utilizando esa valiosa relación con Estados Unidos.
En fin, el camino hacia el futuro no está en los extremos; ni en la sumisión ni en la confrontación. Está en la colaboración y la interdependencia. Qué forma habrá de tomar esa relación es la pregunta que esta generación se ve obligada a contestar.