A veces, creo que, como colectivo, tenemos una extraña fijación con el fracaso. No creo que sea intencional o consciente. Todo lo contrario, más bien creo que es una suerte de carimbo subconsciente que nos encadena a fórmulas caducas a la hora de tratar de resolver nuestros más grandes problemas. Y todo lo anterior se encuentra dentro de una gran contradicción: mientras nos anclamos a esas fórmulas del pasado, en nuestro discurso cotidiano imploramos por cambios, por novedad.
Pasa con el tema del crimen. Añoramos cifras como las que exhiben países como Holanda o Portugal. Cerrar cárceles por falta de uso. Nos gustan sus números, pero no las estrategias utilizadas para conseguirlos. Nos gustaría tener su reducción en la incidencia criminal; su éxito en combatir el narcotráfico, pero nos oponemos a ideas como la despenalización de algunas drogas, hoy ilegales, o a establecer un enfoque salubrista, precisamente la fórmula que a esas jurisdicciones les ha dado el éxito. Lo mismo nos pasa con el cáncer de la excesiva política partidista. Sabemos que es un problema. ¡Claro que lo es! Corrompe cada una de las esquinas de nuestro aparato gubernamental. Lo sabemos. Somos víctimas de la politiquería rojiazul, que nos ha robado los pasados 50 años. Sabemos que es la raíz de la mayoría de nuestros problemas de gobernanza e incapacidad del aparato público; que evita reformas profundas en nuestras principales estructuras de gobierno y que ha amarrado con fuerza la bestia de la corrupción a las dependencias gubernamentales. Claro que lo sabemos. Es más, aseguramos que esa corrupción nos molesta. Por eso, nos indignamos con casos como el del famoso chat de Whatsapp que provocó la renuncia del juez y expresidente de la Comisión Estatal de Elecciones. Pero, aunque sabemos cuál es el problema y se nos han explicado cuáles son las formas de atenderlo, seguimos empeñados en tropezarnos con la misma piedra. En repetir la fórmula del fracaso. Así, como los locos.
Con la boca, nos quejamos de la posibilidad de que un juez —padre amado— pudiera haber participado de conversaciones conducentes a modificar el resultado electoral. Pero mientras nos escandalizamos, seguimos consintiendo como colectivo que sea la política partidista la que defina la selección de nuestros jueces y juezas. Porque nadie se lleve a engaño: en Puerto Rico ser juez ha sido, por los pasados 40 años, un privilegio de quienes se han identificado abiertamente con los dos principales partidos políticos. Así, con contadas excepciones, gobernadores populares nombran jueces populares y gobernadores penepés nombran jueces penepés. En un segundo plano quedan las condiciones de mérito, la experiencia y el temperamento judicial esperado. Nos molesta el resultado del modelo de selección partidista, pero lo seguimos repitiendo.
¿A caso no dicta la lógica que habría que cambiarlo? ¿No nos dice la experiencia que, tal vez, sería mejor exigir un modelo de selección de jueces por exámenes u oposiciones en el que los interesados demuestren su capacidad y destrezas fuera del crisol partidista? ¿No sería mejor, tal vez, exigir que quienes pasen los exámenes deban prepararse en una “escuela para jueces” a la usanza de la Escuela Judicial del Consejo General del Poder Judicial (Barcelona) u otras del mismo estilo? De seguro que, puesto en la situación, usted y su político favorito responderán que sí. El problema es que, a la hora de la verdad, los cambios reales no se producen. Y así, en una contradicción interminable, se repiten el ciclo interminable de perpetuación del modelo partidista y de nuestra indignación por la entronización del partidismo. Todo en un soliloquio que nos deja, inevitablemente, siempre en el mismo lugar. ¿Para cuándo exigimos cambios reales? Porque hasta hoy, nuestro conformismo con el estatus quo solo nos convierte en cómplices.