Hace unos días llamé a una empresa con la cual estoy trabajando para que me dieran información acerca del taller que tenía esa semana. Después de hablar por un par de minutos con la joven que me atendió, me dice: “Déjame llamarte más tardecito con la información porque estoy sacándome la leche”. Yo escuchaba un ruido extraño de fondo y no fue hasta ese momento que me percaté de que era el sonido de la bombita manual para lactancia. Le pedí veinte excusas por haberla interrumpido en un momento tan privado.
Como nunca he tenido hijos, siempre he admirado la extraordinaria capacidad de entrega de las madres. Cuando trabajan fuera, como en el caso de esta joven, los malabares que se tienen que hacer para lograr todo lo que se requiere de ellas es duro. Y lo que me pregunté en ese momento fue: “¿Reconocerá y celebrará ese bebé cuando crezca lo mucho que su madre ha hecho por él o ella?”
Hay ocasiones, últimamente, en que y, como tía, me he sentido “abandonada” por esos sobrinos que, cuando niños, se peleaban por quedarse en casa de “titi” los fines de semana. Ahora, sus vidas son “complicadas” y no hay tiempo ni siquiera para una llamada. Si me siento así como tía, no quiero ni imaginarme cómo deben sentirse muchas madres. Sí, lo sé, esas son etapas que viven los muchachos, pero siguen siendo etapas que duelen.
A esos que se han alejado por las razones que sean los invito a que intenten conocerlas mejor. Recuerden que, en una ocasión, ellas también fueron jóvenes con sueños y anhelos, que se prometieron, cuando llegaron ustedes a transformarles la vida, que serían las mejores madres del mundo; y que hicieron la tarea lo mejor que pudieron porque nadie les entregó un manual de instrucciones.
Suelten el juicio y abracen el amor, porque, como bien le escribí el otro día a una de mis sobrinas en etapa rebelde: “Es posible que tu madre haya cometido errores, pero nadie, nadie, nadie, te va a querer y aceptar incondicionalmente como ella”.
