Los huracanes Irma y María provocaron, además de las pérdidas humanas, daños materiales y el desenmascaramiento de la gran desigualdad social que vivimos, un tipo de “estrés colectivo” en el pueblo de Puerto Rico, que podemos describir como una sensación de impotencia y desasosiego. Si le añadimos a la carga de enfrentar esos fenómenos de la naturaleza, corridos uno detrás del otro —el huracán María probablemente sea el desastre natural más grande sufrido en la isla—, los constantes actos de negligencia del Gobierno local, junto al innegable desprecio institucional del Gobierno de los Estados Unidos, está más que justificado que tengamos ese sentimiento colectivo de desesperanza.
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Como si eso fuera poco, ese estrés colectivo no ha recibido terapia ni tratamiento alguno; al contrario, sus síntomas han empeorado a pesar de haber transcurrido casi un año del fatídico septiembre de 2017. Sin darnos cuenta, ya estamos sumergidos nuevamente en medio de la temporada de huracanes y el estrés colectivo —no atendido aún— se está transformando en un tipo de desorden postraumático, alimentado por los torpes y negligentes actos de la administración de turno.
En primer lugar, nadie realmente sabe cuáles son los nuevos planes de contingencia o de preparación del Gobierno para aplicar “lo aprendido” en los huracanes Irma y María. A eso le añadimos: el sistema eléctrico, que está en precario; los miles de hogares con toldos azules; carreteras dañadas y puentes rotos; incluso —a un año del huracán— semáforos que no funcionan o que aún no se han reinstalado luego de que los vientos los arrancaran de raíz; el sistema de salud continúa en crisis (un ejemplo de ello son los pacientes de diálisis de la isla municipio de Vieques, quienes todavía tienen que viajar a Fajardo para sus tratamientos); el sistema de telecomunicaciones y radiocomunicaciones del Gobierno está en el piso; y en San Juan, las comunidades que dependen de las bombas operadas por el Departamento de Recursos Naturales y Ambientales siguen a la espera de que se les resuelvan los distintos problemas que tienen dichas bombas (algunas funcionando aún con plantas eléctricas, por falta de energía eléctrica a un año de Irma y María)
Sin embargo, el desastre gubernamental no termina ahí. A este dantesco escenario descrito anteriormente, hay que añadirle los más recientes capítulos que han surgido, como si nuestro diario vivir fuera una novela trágica. Los recientes eventos de la aparición de vagones repletos de comida y artículos de primera necesidad, que no se repartieron cuando más necesidad hubo, y la aparición de miles de cajas de agua en una pista de la antigua Base Roosevelt Roads son la más reciente agresión por parte del Gobierno a todos y todas las víctimas de Irma y María.
Estos escándalos no hacen más que añadir al estrés colectivo del país. Nos surgen las dudas de quién manejó todo esto y por qué se detuvieron las entregas de agua, alimentos y suministros. No tenemos la menor duda de que estos actos —ya fueran malintencionados o negligentes— causaron la muerte de muchas personas, y esa injusticia no puede terminar así.
Para lidiar con este estrés colectivo debemos exigir que los responsables de esta catástrofe rindan cuenta ante el país. También, requerir que el Gobierno diseñe y publique las estrategias a seguir al momento en que ocurra otro desastre natural, así como los encargados de ejecutarlas. Basta ya de improvisación y excusas. Este es, literalmente, un asunto de vida o muerte.