El pasado miércoles comenzaba sin grandes cambios en la rutina. Lo único distinto —creía yo— es que mi esposa y yo transmitiríamos nuestro programa de radio desde el Centro de Convenciones en lugar de hacerlo desde el estudio de Radio Isla en Hato Rey. Nos levantamos más temprano que de costumbre para torear la diferencia en distancia. Preparamos a la nena ( mi esposa la llevaría a su centro de cuido) y yo —cafecito en mano— puse pies en polvorosa. Estaba a tiempo, o eso pensaba (faltaban 10 minutos para comenzar nuestra transmisión) cuando me acercaba a la zona del Distrito de Convenciones. Pero todo cambió cuando, al intentar esquivar un hoyo, caí en uno que parecía más pequeño pero que resultó ser “letal”.
Después de sentir el golpe en los huesos, comenzó el silbido de la goma que —a metros del estacionamiento— ya bailoteaba al son de “me quedo sin aire”. “Malditos sean el hoyo y su parentela”, grité. No sé si a boca de jarra o para mis adentros. No estaba dispuesto a permitir que los efectos de aquel cráter me hicieran llegar tarde a mi programa. Así que estacioné el carro y caminé sin mirar atrás mientras escuchaba a los lejos el aire burlón que se escapaba de la goma del frente del lado del conductor. Dos horas más tarde, descubriría que mi mal rato había sido elevado al cuadrado. No una, sino dos gomas habían muerto esa mañana que parecía normal.
Y entonces, aunque ya lo sabía por testimonios de segunda mano, la visita a la gomera me dejó claro que, a un año de María, nuestras principales vías son un mal chiste; de esos que salen caros. Mientras esperaba por el servicio, la retahíla de carros con clientes enfurecidos fue la norma. “¿Otra vez aquí?” Le soltó el dueño del negocio a una mujer que llegaba con su hijo y que confirmaba que el día anterior había llegado al lugar con una goma reventada gracias a un hoyo en la carretera. Su testimonio probaba que aquello de que el rayo no cae dos veces sobre el mismo lugar es un cuento de camino. La mujer sabía que es posible reclamar al Gobierno un reembolso de hasta $1,000 si el chistecito le ocurre en una carretera estatal, se formula una querella, se entregan fotos y se saca el día para reclamar en el Centro Gubernamental Minillas. Pero ella, como muchos otros, ha optado por la resignación; por no luchar contra la corriente y, en su lugar, dejarse llevar por la marea. Pagar los gastos e intentar no dejarse consumir por la rabia que te sale por los poros cuando interiorizas que pagas contribuciones y que no sabes a dónde va el dinero; que aunque existen leyes que “garantizan” que el ciudadano recibirá una compensación proporcional al daño recibido, los procesos son tan tediosos que llevan al desánimo y la falta de interés. Si tan solo el Gobierno fuera facilitador y no tropiezo; aliado, y no rival. Supongo que, por lo pronto, nos queda colgarnos de la paciencia. Agarrarnos de ella con fuerza. Si eso no funciona, aún quedan la protesta y la esperanza de que alguien, alguna vez —con suerte más temprano que tarde— hará que las cosas funcionen.