Aquella mañana estaba ofreciendo una charla a decenas de mujeres que esperaban para hacerse mamografías en una feria de salud. Hablaba acerca de las emociones tóxicas y como estas se pueden convertir en achaques y enfermedades si no aprendemos a equilibrarlas. En un momento dado, pregunté si alguien tenía algún malestar o dolencia para el cual podría ayudar a identificar alguna causa emocional.
Una señora levantó la mano para que me acercara a ella. Era una mujer pasada de los setenta años, pero todavía hermosa y bien arreglada. Le di el micrófono y ella nos confesó que, a veces, le dan ataques de pánico. Le pregunté si había algo en particular, algo que le ocurre en ese momento, o qué siente o piensa que pueda estarle disparando estos episodios. “Bueno, a mí me han pasado muchas cosas,” dijo con gran tranquilidad. “Mis dos hijas son sobrevivientes de cáncer.
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Perdí a mi esposo y a mi único hijo varón. Y, recientemente, me operaron de las cervicales y ahora no puedo levantar los brazos; lo único que puedo mover son los dedos de las manos. Así que sí, hay muchas razones.” ¿Qué uno le responde a una persona que ha pasado por tanto? Lo único que se me ocurrió decirle fue lo mucho que sentía todas esas pérdidas que había tenido, pero que la felicitaba porque estaba allí, esperando para hacerse una mamografía, lo cual me estaba diciendo que ella quería cuidarse, que quería vivir y que tenía un propósito.
Conozco a tantas personas que, por mucho menos de lo que ha pasado esa señora, se encierran en sí mimas y en su dolor, y le cierran la puerta a la posibilidad de vidas con propósito.
Ella me admitió que llora un poco todos los días; algo que es totalmente normal. Al igual que pueden ser normales los ataques de pánico que le puedan dar de vez en cuando. Pero ese día, yo aprendí más de ella que lo que el grupo pudo haber aprendido de mí. Nunca olvidaré la lección en ganas de vivir que me dio aquella señora bonita.