Mi aversión a la plancha es materia pública, además de materia de numerosos chistes y cuentos íntimos. Ya me dan por loca algunos; por traumatizada, otros; y por liberada, los más, a Dios gracias.
A lo que voy. Hace unos añitos que veo en las tiendas de ropa a los dependientes usar una especie de plancha portátil, steamer le llaman; mata arrugas le llamo. Los miraba con una especie de envidia subdesarrollada de quien odia la plancha y deja el sueldo en laundry. Yo no sé la razón por la cual, a pesar de mirarlos con envidia, nunca fui capaz de preguntarle dónde podía adquirirla. Me quedaba ahí boba, cual nena chiquita mirando vitrina llena de muñecas sin chavos pa’ poder comprar.
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Ni pregunté ni las había visto a la venta, gracias a la otra fobia que tengo con la compradera en centros comerciales o tiendas grandes. Y este pasado domingo, venciendo, no la fobia, sino la lucha con mi esposo sobre una alegada necesidad de ir a adquirir cosas “para el niño”, fuimos a esta famosa tienda de ventas semimayoristas/familiar/conveniente/crea-necesidades. Fuimos a una hora no acostumbrada, de esas fuera de mi reloj de confort, que disfruto de ir a horas de venta del madrugador para evitar muchas cosas. Sí, otra fobia.
Entramos. Yo siempre atrás, mientras ellos disfrutaban como si estuvieran en Disney. Alienada, luchando por sobrevivir, me descarrilé del grupillo y terminé ingresando en los pasillos menos transitados de la megatienda. Me encontré con una imagen del aparato este que tantas veces había visto en manos de las dependientas. Un STEAMER. Caminé dos pasos al frente, como quien trata de ignorar una fresa rellena bañada en chocolate. Y entonces recordé que en esa tienda crea-necesidades tú, o compras lo que ves al instante, o no lo ves más en no se sabe cuánto. Luego llegas a tu casa, te arrepientes y tienes pesadillas por tres días.
Viré y sin pensarlo tomé la caja en mis manos. No la acaricié porque sentí que iba a provocar vergüenza en mi esposo y en mi hijo. Me controlé y metí la caja en el enorme carrito. Caminé disimuladamente entre pasillos hasta que me encontré de frente a mi esposo que, conociéndome, miró la caja, sonrió y no me dijo nada. Continuó comprando y observando todos los “necesarios”, y cuando llegamos a la casa, me dejó bajar, sin comentarios, mi nuevo juguete.
Siento que, cuando entré por aquella puerta, debieron haberme colocado un cartel que dijera: “Bienvenido a casa”. Entraba con una cosa que pronto se convirtió en miembro honorífico de la familia. Estuve disimulando un rato. Miraba la caja, miraba a mi marido, a ver si la curiosidad lo estaba matando también a él, y de repente aparecía con un bollito de ropa o un calzoncillo para probar su efectividad. Al cabo de unas horas en que no vi movimiento en el bulpén, le pregunté si quería probarlo. Como cuando quieres abrir el mantecado, pero no quieres que te cuenten las calorías y para no sentirte culpable se lo ofreces al nene primero. Y si te dice que no, te destruye todas las emociones. E inicia el angustioso proceso de rehacer estrategia.
Nada, que luego la saqué de la caja a ver si enamoraba a alguien más y creo que, por presión o por la carga que se sentía en el ambiente, mi esposo, finalmente, la tomó en sus manos, le echó agua y prendió la cosa esa. A medida que se producía el vapor, yo miraba fijamente los pliegues y arrugas formados en la camisa sobre la cual experimentaba. No exagero cuando les digo que me sentía como cuando era chiquita y descubrí el liquid paper, en camino a la solución de múltiples problemas. Mi esposo probó la primera camisa, regia. La segunda me la dejó a mí, regia. No sé por qué se me acabó el agua porque según las instrucciones eso debía ocurrir como en la cuarta pieza. Quizás le metí tanta pasión que la hice vapor antes de tiempo.
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Seguí buscando piezas para comprobar la efectividad del aparato. Y por poco plancho medio clóset en media hora. Paré solo porque me emocioné en una de tal manera que me puse la boquilla de la cosa esa demasiado cerca y me quemé los deditos. Estaba tan emocionada con la desaparición de las arrugas que no me dolió.
Cada época tiene su descubrimiento máximo. Yo, a menos que surja una lavadora que doble y guarde en gavetas, pienso que el steamer es el invento más insuperable de mi época. Y sí, se chavó el laundry.