Hablemos de la leche. No soy experta alimentaria y estas líneas no pretenden ser guía de salud para nadie. Son una reflexión de la cotidianidad y de cosas locas que le pasan a todo el mundo, sostenidas o no por la realidad probada científicamente.
La leche es una de esas cosas que ya no son lo mismo que cuando crecí. Mi madre admite no haber sido la gran lactante, aunque trató. Me alimentaron, durante una parte de mi vida que no recuerdo, con un buen número de sustitutos de leche materna. Hasta que salí de la crisis natural de infante y comenzó la leche regular. Me pasó sin problemas. Me crie en la casa de mis padres, pero con una grandísima cantidad de tiempo en casa de mi abuela y mi tía paterna (que para bien ha sido). Ahí experimenté, no la leche completa, o la gorda, que la llaman algunos. Conocí la de verdad.
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Mis abuelos eran agricultores y ordeñaban vacas en la finca, diariamente. Recuerdo estar haciendo el desayuno con abuela Geña y que llegara alguien con el envase de leche, de esa recién ordeñada, caliente y espumosa. Era la del consumo interno. Abuela la calentaba y la hervía, y la volvía a hervir. La dejaba reposar, la enfriaba y luego nos la servía. Leche con todo.
Yo no sé si eso era bueno nutricionalmente, o si era malísimo y contribuyó a mi celulitis de hoy. Pero era rica. Y un café y una avena, con eso, no lo he vuelto a probar.
¿Qué pasa? Que todo ha cambiado. Creciendo empezaron las ideas de que la leche completa estaba demasiado llena de cosas de las que mi cuerpo podía y debía prescindir.
Así que empezamos por irme con leche “de dieta”, luego 2 %, luego no sé que porcentaje, luego fat free. Ya cuando llegué a esa etapa, había sacrificado placer, sabor y sabrá Dios cuántos nutrientes, excepto la conciencia. Pero como los seres humanos somos difíciles de entender, las recomendaciones continuaban haciéndose más complejas. Y surgió la cremosa regular, luego la light, luego las light con sabores. Qué clase de revolú.
Ya ahí lo había sacrificado todo en aras de las libras. Pero no se crean, se pone peor. Velando libras — supuestamente porque el ojo estaba solo en la leche y en nada más, ni en grasas ni en carbohidratos— llegué al nivel impensado de tomar café sin leche. Ajá, puya. Para olvidar el dilema de la leche, la cancelé.
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En la semana, lo tomo así, para ser práctica en un principio y no salir a las diez de la noche corriendo por cargo de conciencia a comprar leche en pijama. Es más, las temporadas de huracanes me prepararon para no rushearme con eso.
Entonces, llegó lo siguiente: enfrentar los diferentes tipos de leche: soya, almendra, orgánica y no sé qué más. Las enfrenté como visita de alguien más porque jamás se me ocurriría recurrir a nada de eso por mi cuenta. No me malinterpreten. Trato, en la medida que puedo, cada vez más, ser saludable, comer adecuadamente, no morir en la víspera. Pero el otro día estando en casa de mi hermana, me encontré con esta cosa, alegadamente llamada leche, que decía: “Lactose free, gluten free, dairy free, cholesterol free”.
Yo se la puse al café, ahí, bien dubitativa. Solo pensaba cómo es que todos esos free pueden hacer una leche. Mi instinto no me falló. FOOOO. Lo boté y lo volví a hacer. Ya esa mañana de domingo pintaba irregular, sin periódico físico a la mano, fuera de mi casa, fuera de mi cama, sin mis perros. Con café con leche lactose free, gluten free, dairy free, cholesterol free. ¡Errr diablo!
Lo prefiero si ná. Bye.