Esto no tiene nada que ver con la muralla de Trump, sino con la que rodea la ciudad de San Juan. Parece increíble que habiendo vivido toda mi vida en esta bendita isla; habiéndome criado entre Miramar y el Viejo San Juan, y residido en La Puntilla durante más de siete años, yo nunca había visitado el camino que bordea la muralla de San Juan.
El tramo desde el Paseo La Princesa hasta la Puerta de San Juan lo he hecho mil veces, pero hasta ahí llegaba. Ni siquiera sabía que se podía continuar. El sábado pasado, decidí irme a caminar temprano por San Juan, llegué hasta la Puerta, y seguí.
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Caminando rapidito mientras recitaba mis mantras, observaba el proceso de reparación que se realiza en sectores de la muralla. El deterioro es evidente. Hay áreas en las que está completamente lisa, como resultado del maltrato del oleaje. Pero ahí está todavía, protegiéndonos después de cuatrocientos años de construida. Nada ha podido con ella.
Si impresionante es la caminata entre mar y muralla, más aún es salir de la estrechez del camino para encontrarse de frente con esa expansión de verdor que son los terrenos del Morro. He caminado por ahí decenas de veces y visitado el Morro decenas más, pero nunca lo había visto desde ese ángulo. Fue sobrecogedor.
Y pensé en lo mucho que todavía me falta por conocer, no solo de Puerto Rico, sino del planeta. ¿Cuántas experiencias por vivir, lugares que ver, y personas que conocer? Y de ahí el pensamiento me llevó a sentir mucha compasión por aquellos que ni siquiera contemplan la posibilidad de salir de sus cuatro paredes, las físicas y las emocionales, conformándose con lo que tienen de frente.
Pero más compasión aún sentí por aquellos que sí quieren expandir sus mundos, pero no pueden. Así que les pido excusas, porque de repente me he dado cuenta de que esto sí tiene que ver con la muralla de Trump porque tiene que ver con libertad: la libertad de alcanzar lo que aspiramos y de llegar hasta donde nos dé la gana.