Aquella tarde estaba en una actividad haciendo fila para comprarme un heladito de coco cuando llegó hasta mí una mujer en silla de ruedas. Tenía una sonrisa de oreja a oreja y casi no podía hablar de la emoción. “Ay, Lily, no puedo creer que te estoy conociendo en persona”, me dijo. “Tengo uno de tus libros y siempre te veo en televisión. Yo te admiro tanto.”
Lo que ella no sabía es que media hora antes yo la había visto en la pista de baile cuando alguien la había puesto a girar en su silla de ruedas al son de la bomba y la plena que estaban tocando. Ella bailaba con los brazos, la sonrisa y los ojos, y se lo estaba gozando todo. “Te vi bailando,” le dije, a lo que ella me contestó: “Es que a mí me encanta bailar.”
Y así comenzó la conversación. Hace veinte años, una persona la empujó accidentalmente y ella cayó de espalda, fracturándose la espina dorsal. Nunca volvió a caminar. Tenía tres hijos, la menor recién nacida. Hoy los tres son adultos, y ellos y su esposo, quien ha estado a su lado en todo momento, son su sostén físico y emocional. En sus palabras nunca noté tristeza, coraje o dolor. Imagino que lo tiene que haber sanado porque es normal que lo hubiese sentido en algún momento. Pero hoy es una mujer feliz y llena de vida, orgullosa de sus hijos y de lo que han logrado, y que reconoce que la mayor lección de todo esto ha sido “aprender que hay que gozarse cada momento porque lo podemos perder todo en un minuto”. ¿Y ella me admira a mí?
La actitud de esa mujer hacia su pérdida me recordó algo que había escuchado de palabras de la sanadora intuitiva y escritora Carolyn Myss: “El espíritu es esa parte de ti que siente siempre que hay esperanza y propósito.” Cada vez que sienta que me falta la fe, activaré mi espíritu conectándome con el de esa mujer, esa que se burla de su desgracia sencillamente siendo feliz.