Los recortes a los pensionados es lo más drástico. No hay duda. Pero el cuadro dantesco que enfrenta Puerto Rico es mucho más abarcador. Y el año 2023, cuando la luz habrá subido 28 %, promete ser una distopia orwelliana.
Si el recorte a las 100,000 pensiones de los retirados fuera lo único, quizás como sociedad podríamos mitigarlo a través de alguno de nuestros parchos creativos: exención de pagar el marbete por aquí, otro descuento en el IVU por allá y un largo y peligroso etcétera. Pero, por el contrario, el recorte a las pensiones de los más vulnerables es solo una de las piezas de un combo agrandado que amenaza con la salud —incluso la supervivencia— de Puerto Rico como pueblo.
Uno de cada cuatro puertorriqueños está en riesgo de perder su hogar por las ejecuciones hipotecarias que se avecinan, según la organización Ayuda Legal Puerto Rico. Se trata de 750,000 personas. Lea este dato de nuevo para que pueda internalizarlo.
Mire a su alrededor y cuente tres personas. Uno de ellos, o quizás usted, está en riesgo de perder su hogar por las ejecuciones hipotecarias. La ansiedad que esta realidad provoca, quizás solo es superada por la ansiedad de saber que quien único puede resolver o mitigar la crisis es el Gobierno o la banca. (Todo esto, por cierto, mientras cerca de 100,000 boricuas duermen todas las noches con toldos azules de FEMA como techo).
La vivienda, más allá de un asunto de política pública, es el espacio íntimo que tiene un individuo como oasis en la jungla que es Puerto Rico. Después de bregar con el tapón, el trabajo, las filas, el calor o la lluvia, uno idealiza la llegada a la comodidad, el esparcimiento y el compartir con los seres queridos. Para los puertorriqueños, la idea del “hogar” está tan arraigada que tratamos el concepto de manera especial en nuestras leyes e, incluso, en nuestra cultura popular. El maestro Rafael Hernández Marín lo cantó mejor que nadie: “Yo tengo ya la casita que tanto te prometí… será un refugio de amores, será una casa ideal”.
Pero aún si usted es de los afortunados que puede pagarle al banco para no perder su casa, tendrá que lidiar con que la factura de la luz va a subir 28 % en los próximos años porque hay que abonarles a los bonistas. Y si pudo pagar la hipoteca y la luz, pues felicidades, pero recuerde además que cada compra que haga —el papel de baño, una bombilla—estará sujeto al IVU de 11.5%, el más alto de todas las jurisdicciones en Estados Unidos. Después de todo esto, quizás ya no le alcance para pagar los nuevos elevados costos de la Universidad de Puerto Rico (UPR) para sus hijos, una de las pocas instituciones que servían para lograr nuestra versión criolla del “sueño americano” en el que, por ser fajón e inteligente, había la promesa de movilidad social.
Hay quienes proclaman, como si resolvieran algo al decirlo bien alto, que “los números son los números” y que tenemos que aceptar nuestras realidades, aunque estas “realidades” suelen ser mucho más reales —y humillantes— para los pobres. Hay otros que estudiaron años para saber cuadrar bien los libros contables y que aseguran que es ese el método técnico, clínico, de resolver este entuerto. Y hay quienes incluso podrían diseñar algoritmos sofisticados para tratar de meterle mano al asunto.
Pero hay algo más poderoso que los números: las ideas. Para que un individuo, una compañía, una sociedad o una familia funcionen bien tiene que haber esperanza de un mejor futuro. Tiene que existir una mística y una promesa de mejor porvenir. A los reclusos, por ejemplo, se les incentiva con sacarlos de la prisión antes si demuestran buena conducta y trabajan y estudian.
Las familias hacen planes colectivos específicos en busca de mayor estabilidad financiera y comodidad. Las compañías obtienen mejores dividendos para sus dueños y mayores salarios para sus empleados si se trazan metas específicas. Las sociedades, del mismo modo, reman en una dirección guiados por ideas universales que comparten la mayor parte de sus habitantes. Para todo ello, es necesario que existan y se articulen ideas.
Ahora mismo no existen esas ideas de un mejor futuro colectivo para Puerto Rico. Esa carencia amenaza con formar un hastío y desesperanza que, si se entronizan en la siquis colectiva de manera permanente, serán prácticamente imposibles de erradicar.
Si los llamados a gobernarnos —los funcionarios electos o la Junta, quien sea— no se dan cuenta de que las sociedades necesitan ideas de esperanza y posibilidades reales de superación, nos vamos a quedar dando vueltas como un hámster en su rueda, con alguien gritando por ahí que “los números son los números”.
Estados Unidos se formó y gira alrededor de la idea del “sueño americano”. El catolicismo opera a base de la resurrección y la posibilidad de la salvación. Obama ganó la presidencia con “Hope” como lema. Pedro Rosselló ganó la gobernación en 1992 asegurando que “sí, se puede”. Todas ellas ideas.
Los puertorriqueños son, por lo general, tolerantes. Aguantones. Pedreira diría que dóciles. Pero también son, quizás por esas mismas cualidades, felices, dispuestos y llenos de esperanza.
Una pensión menguada después de años de servicio público, malabares para pagar la luz, el IVU más alto de todo Estados Unidos, la posibilidad real de terminar sin hogar y una mínima oportunidad de escalar peldaños profesionales y económicos a través de la educación; cada uno de estos escenarios, por separado, es preocupante. Pero, combinados, forman un coctel tóxico que amenaza la mismísima idea de lo que es Puerto Rico.
No hay duda de que actuamos mal en el pasado, que gastamos en exceso, que no fuimos comedidos, y que ahora tenemos que recortar. Estipulado. Pero tampoco tenemos que autodestruirnos. Remediar no es erradicar.
El año 2023 no tiene que ser la distopia de la que escribió Orwell. Para evitar llegar allí, necesitamos algo más importante que los números: las ideas.