Puerto Rico no es el mismo. Esta afirmación fue lanzada por muchos el pasado verano tras las protestas que desembocaron en la renuncia de Ricardo Rosselló a la gobernación. Yo mismo había llegado a esa conclusión.
Los ciudadanos habían llegado al hastío luego de que las mentiras de las voces del Estado se hicieron públicas tras la revelación del chat de Telegram. Era la gota que colmaba la copa, llena finalmente con el aguante de años de injurias. Administración tras administración se acumulaban golpes en la cara del país, que observaba casi siempre en silencio. Había indignación y hastío. Y todo coaguló en activismo y resistencia.
Pero según nos alejábamos de aquel capítulo, me inundaron las dudas sobre la duración de aquel “cambio”. La gente, como es lógico, comenzó a girar en dirección de sus preocupaciones individuales. Entonces, llegaron las primarias y elecciones especiales, y descubrimos que muchos de los electos eran un déjà vu. Un regreso a un pasado que se creía superado, con muy poca novedad en los rostros y las propuestas. Parecía un contrasentido el reclamo de “basta ya” con la producción papeletas en gran medida continuistas.
Pero, entonces, llegó el sábado, y el país se reveló indudablemente cambiado. El Facebook live del León Fiscalizador nos lanzaba esa imagen que parecía increíble. Un almacén lleno de suministros, algunos de ellos expirados. En contraste, alcaldes de municipios vecinos que reclamaban mucho de lo que el almacén escondía, pero que, en voz de la oficialidad, “no había”. Y aunque las autoridades allí presentes llamaron a la calma y el orden, los ciudadanos retaron esa instrucción. El almacén, que había sido cerrado por las autoridades, entonces era abierto por la autoridad del pueblo. Esa imagen era poderosa. Ejemplificaba aquello de que el poder solo merece respeto si es justo. De lo contrario se le reta; se le exigen repuestas. Se le pide respeto. Porque a fin de cuentas, los funcionarios públicos están en posiciones de poder solo por delegación del poder del pueblo mismo.
El mensaje de los ciudadanos, en esta ocasión, ha sido más que claro, para aquellos a quienes el verano no pareció despejarles dudas.
Por lo visto, finalmente, los ciudadanos no se guardan la indignación en el pecho. Convierten su indignación en acción. Por lo visto, finalmente, los ciudadanos no toleran las mentiras y están dispuestos a castigarlas. La desconfianza es la norma. Por lo visto, finalmente, la protesta no es un arma solo adjudicada a la llamada izquierda.
Cuando algo se percibe como injusto, los ciudadanos no tienen temor en demostrarlo en las calles, de formas diversas: con cacerolazos, marchas o tuitazos. Y ante ese escenario, exigirán más del Gobierno y de la Prensa. De todos.
El pueblo es el poder máximo y no parece tener temor en utilizarlo si se siente humillado. Por lo visto, a fin de cuentas, fue y siempre será verano.