En estas pasadas elecciones hubo un aumento en el número de mujeres candidatas y mujeres electas a puestos políticos. Eso provocó discusiones intensas en torno a nuestros derechos y cómo se ven desde ciertos sectores sociales que insisten en coartarlos desde argumentos anacrónicos, pero hábilmente rediseñados para adaptarse a los tiempos que vivimos. En medio de todo ese debate público, fue muy interesante cómo algunas mujeres insistieron en decir que las feministas no las representan. Lo decían hasta con resentimiento. Lo que no saben es que a la mayor parte de las feministas no nos interesa representarlas. Ni a ellas, ni a otras mujeres. Lo que a nosotras nos interesa es abogar por espacios en los que la libertad y la autonomía de todas las mujeres se respete. Lo que a nosotras nos ocupa es lograr un país en el que nuestros derechos humanos se respeten a tal punto que las mujeres alcancen su pleno desarrollo humano, vivan seguras y usen su poder personal para tener voz y participación en el mundo público.
Nosotras no le decimos a otras mujeres qué hacer, qué pensar o qué tolerar. Nosotras no le decimos que son incompletas, insuficientes, dependientes, personas de categoría inferior o culpables de la violencia que reciben. Nosotras no creemos que el Estado, la Iglesia o las jerarquías familiares o sociales saben más de las mujeres, de sus sueños y sus realidades que ellas mismas. Tampoco creemos que debe haber una policía moral diciendo a las mujeres cuándo y de quién enamorarse, cuándo y cómo parir, a cuántas cosas renunciar ni cuánta violencia perdonar sin defenderse. Y es ahí donde está la gran diferencia entre algunas mujeres que detestan a las feministas y nosotras. Nosotras apostamos a un mundo de equidad. Otras apuestan a un mundo de jerarquías y violencias morales.
La idea de que las mujeres deben ser controladas, castigadas y vigiladas como seres inferiores y de segunda categoría lleva siglos construyéndose desde los espacios de poder a los que apenas estamos llegando ahora. La historia está llena de eventos en los que otras mujeres antes que nosotras retaron ese orden que algunas personas consideran natural. Algunas lo lograron, otras terminaron en hogueras y otras cuantas más tuvieron resultados mixtos en los que las ganancias y las pérdidas del proceso quedaron casi a la par. De lo que no cabe duda, sin embargo, es de que el camino andado ha sido largo y zigzagueante pero siempre en la dirección correcta.
Las feministas de siglos pasados lucharon por el derecho al voto que hoy tiene como valor añadido la posibilidad de que nosotras mismas lleguemos a legislaturas y presidencias en todo el planeta. Las feministas de siglos pasados y del siglo actual lograron que en nuestro país las mujeres puedan coadministrar bienes en el matrimonio, ser dueñas de negocios, doctoras, ingenieras y hasta presidentas de corporaciones. También de las luchas históricas de otras mujeres nacieron pastoras, obispas, teólogas y lideresas de grupos de diversas prácticas espirituales y también mujeres que pueden decir con libertad que son ateas. En nuestras comunidades y grupos familiares ya se habla del respeto a las cuidadoras y de la importancia de que cada mujer elija dónde y cómo vivir su vida sin que permanecer en el ámbito doméstico se considere debilidad o inferioridad. ¿Alguien aquí cree que todo eso se hubiera logrado por la bondad y desprendimiento de los grupos que antes nos negaban el voto, los bienes y la palabra en espacios públicos? Por favor…
Por supuesto que, para cada gran paso de adelanto de las mujeres en la humanidad existe una gran ofensiva que insiste en demonizar el proceso y llevarnos a tiempos pasados que para quien único eran buenos era para quien nos mandaba, nos silenciaba y nos asesinaba si le daba la gana. Ya eso no va a pasar. Ya no hay marcha atrás. De hecho, todavía hay una agenda inconclusa de derechos humanos para las mujeres- para todas- y estamos determinadas a seguir con ella. Tenemos tiempo y mujeres dispuestas a relevar a las que no están y a las que en algún momento no estarán. Es una carrera de resistencia y en eso, las mujeres, somos expertas.
Pero volvamos a las mujeres que dicen que no las representamos. No sé que les han dicho. Pero casi puedo entenderlas. El machismo internalizado es poderoso. Como el racismo, el clasismo y la homofobia. Se arman dentro de nosotras a tal punto que aceptamos por buena la versión distorsionada que otras personas llevan siglos imponiéndonos desde la cultura, la crianza, la religión, el mercadeo y la propaganda laica y religiosa. Desarmar el machismo que nos habita nos desarma una buena parte de nuestra identidad y nos obliga a reinventarnos desde esa idea extraña e inaudita de que merecemos vivir en plenitud y con autonomía sin que otras personas nos juzguen y nos ordenen qué hacer. ¡Qué culpa! ¡Qué pena! ¡Qué de lazos o relaciones tóxicas y violentas debemos perder y llorar en el camino! Está bien tener miedo frente a todo eso, pero vale la pena (¡y la alegría) emprender esa aventura. Se gana más de lo que se pierde y cuando gana una, ganan las demás.
Y bueno, pues, aunque las feministas no representamos a todas las mujeres, por todas luchamos. Porque cuando garantizamos derechos humanos, cuando educamos para pensar desde la libertad- y no desde la sumisión o el miedo- y cuando defendemos las fronteras de la autonomía personal frente a las intromisiones del Estado y de algunos grupos religiosos, les estamos regalando un espacio en el cual sus propias decisiones serán respetadas. Sumar derechos humanos para todas, sin importar edad, estado civil, diversidad funcional, orientación sexual, identidad de género, raza, creencias o estado migratorio no le resta derechos al resto del mundo. ¿Privilegios? Esos sí se restan. De esos sí queremos deshacernos. Pero esa es otra conversación.