Este domingo cerraba el fin de semana con un restaurante que descubrí a través de una recomendación y validé -como suele ser en mi caso- leyendo reseñas en Internet.
Reservé y allá fuimos, mi esposa y yo, a este lugar con pinta de “speak easy”. Desde afuera poco podía intuirse que el interior escondía un comedor ampliamente iluminado y una cocina que se debatía entre los trajines del chef, que se sabe está en contra el reloj, y los olores que me hacían la boca agua. Allí éramos pocos los “locales”. La mayor parte de los comensales y los dueños eran estadounidenses que habían encontrado en el Puerto Rico una nueva forma de vida y de hacer dinero. Pero los contrastes eran abismales.
En un lado los dueños del lugar. Un matrimonio joven que descubrió la isla hace 4 años y aquí quiso echar raíces. La pareja hablaba español y mostraba entusiasmo con la idea de aprenderlo. “Todas las semanas tomó clases” me dijo uno de ellos. “Me entusiasmó la idea de aprender una nueva cultura” me dijo. Hacían vida en comunidad, tuvieron a su primogénito en la isla y cultivaban una relación con proveedores, agricultores y personas de la zona. Puerto Rico es su casa.
Por otro lado, los comensales que ocupaban una larga mesa desde la que hacían comentarios de todo tipo en un tono poco discreto. Resultó imposible no descubrir que se mudaron a la isla para aprovechar los beneficios de la Ley 22. Y en eso, en principio, no hay pecado. El estatuto establece que individuos que no hayan sido residentes de Puerto Rico por los últimos quince años antes de la aprobación de la ley, con inversiones en o fuera de Estados Unidos, establezcan residencia en la Isla. A cambio se les exime del pago de contribución por ingreso pasivo. O lo que es lo mismo, intereses, dividendos y ganancias de capital en la venta de acciones, criptomonedas y otros.
El problema con los comensales era el desdén con el que hablaban de esa isla a la que se mudaron para ahorrarse dinero. Al grupo no le gustaba la gente de la isla, o por lo menos no a quien se sentó a la cabeza de la mesa y monopolizó la conversación sobre cuyos planteamientos los demás asentían invariablemente.
“Aquí hay tres bancos y todos son malos”, lanzaba el hombre de cabello blanco. “Pero, ¿los bancos aquí funcionan igual que en Estados Unidos? ¿Tienen las mismas garantías?” preguntaba uno de los que le acompañaba. Según su visión del país -y a pesar de encontrarse en un restaurante comiendo comida de alta calidad- en la isla sólo había “Mc Donalds”. Al grupo no le gustaban las calles, ni la gente. No creía necesario aprender el idioma o relacionarse con locales. Otro de los comensales decía que estaba por invertir en la isla pero esperaría a que hubiera mejores condiciones. En fin, que para el Puerto Rico parecía ser un paraíso fiscal sin mayor atractivo que ahorrarse algunos pesos.
La conversación, más allá de causarme un dolor de cabeza, me recordó que el Gobierno aún no ha querido compartir el detalle del saldo de la Ley, no para el bolsillo de los inversionistas, sino par el desarrollo económico de la isla. ¿Cuántos empleos se han producido? ¿Todos producen empleos y dinero para el erario? Y los que no, ¿por qué deben gozar de ese beneficio contributivo? ¿Qué gana el país? ¿Por qué inversionistas locales no gozan de privilegios similares aunque se ha probado que cargan con el grueso de la producción de empleos?
A ver cuándo le ponemos, finalmente, el cascabel al gato porque indudablemente, como dice aquel dicho, no son todos los que están todos los que son.