La caída del gobierno respaldado por Estados Unidos en Afganistán ante los talibanes ocurrió más rápido de lo que casi nadie en Washington, o Kabul, pudo haber imaginado. Ya para el domingo en la tarde, el presidente afgano Ashraf Ghani había huido de su nación, los talibanes estaban a punto de volver a gobernar el país y el presidente Biden autorizó el envío de miles de tropas adicionales para tratar de sacar de manera segura al personal diplomático estadounidense y a otros allegados de Kabul.
Es un giro asombroso de los acontecimientos, que tienen lugar a solo unas semanas del vigésimo aniversario de los ataques terroristas del 11 de septiembre que precipitaron la ofensiva de Estados Unidos en Afganistán. Y agrega otro problema a los crecientes ataques republicanos contra Biden un año antes de que los demócratas del Congreso se presenten a la reelección con un mínimo control del poder en Washington.
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Esto ha provocado que los republicanos pro milicia vuelvan a la carga después de años de inactividad bajo la presidencia de Trump. Los senadores Marco Rubio, republicano de Florida, y Tom Cotton, republicano de Arkansas, dijeron que se advirtió a la administración de Biden que las cosas irían tan mal. Cotton dijo que la retirada ha “humillado a Estados Unidos”. El representante Mario Díaz-Balart, republicano por Florida, acusó a Biden de “haberle dado la espalda a nuestros aliados”.
La verdad, por supuesto, nunca es tan sencilla; el problema no es simple ni fácil de resolver y las estrategias para atenderlo conllevan consecuencias que siempre recibirán críticas sin importar el trasfondo. Una retirada total de las fuerzas estadounidenses de una guerra impopular, la más larga de Estados Unidos, en un país donde más de 172,000 personas han sido asesinadas, incluidos miles de miembros del servicio militar de Estados Unidos, y un billón de dólares gastado, siempre iba a ser un desastre, y un golpe para el orgullo de los estadounidenses.
La incapacidad para fomentar el crecimiento económico y la prosperidad a largo plazo ha suscitado un debate durante mucho tiempo sobre cuál era la misión de Estados Unidos en Afganistán, especialmente después del asesinato de Osama Bin Laden hace una década. Cómo poner fin a la guerra ha sido un enigma para los presidentes estadounidenses. George W. Bush abandonó en gran parte Afganistán y, en cambio, se dedicó a un intento inútil y costoso de cambiar el régimen y luego construir una nación en Irak. Barack Obama volvió a centrarse en Afganistán y en lo que sintió que era la misión principal: encontrar y matar a Bin Laden. Trump sentó las bases para la retirada al entrar en un pacto con los talibanes bajo el cual se suponía que las tropas estadounidenses salieran antes del 1 de mayo. Durante un tiempo se habló de invitarlos a Camp David el año pasado para firmar el acuerdo.
El debate sobre esto es algo que probablemente perdurará durante generaciones en un Estados Unidos en el que la mayoría de la población ciertamente no tiene la misma visión de que la nación dedique grandes cantidades de recursos para lograr la paz y prosperidad a nivel mundial. Pero hay quienes, particularmente alineados con el ejército, argumentan que Estados Unidos debería haberse quedado más tiempo porque, sin Estados Unidos allí, sucedió lo inevitable.
Ya sea que salir de Afganistán resulte en adelantar el interés nacional o no, lo que está claro ahora es que, un año antes de las primeras elecciones de mitad de término de su presidencia. Estas elecciones históricamente han sido poco amables con el partido en el poder, por lo que Biden se expone ahora a una avalancha de ataques contra él y su partido. Sus detractores ya se enfilan los cañones de las críticas tanto en cuanto a su agenda doméstica como internacional, desde Afganistán, hasta la resurgente pandemia del coronavirus, la incertidumbre del rumbo de la economía, la criminalidad y la inmigración, todos temas claves con los que tendrá que lidiar en un intento por mantener el control no solo del ejecutivo sino de ambas cámaras legislativas.