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Opinión de Alejandro Figueroa: Preguntas después del 9/11

¿Cómo llevó el ataque del 11 de septiembre a las torres gemelas y al Pentágono a 20 años de construcción del estado en Afganistán que costó más de $2 billones, las vidas de unos 2,448 soldados estadounidenses, 1,144 aliados de la OTAN, 66,000 militares y policías afganos, y centenares de trabajadores humanitarios? ¿Por qué, al concluir la lucha contra al-Qaeda y los talibanes, continuó la presencia militar bajo cuatro presidentes estadounidenses, solo para terminar con el ignominioso regreso de los talibanes? ¿Qué salió mal?

El lugar adecuado para comenzar es el hecho de que el entonces presidente George W. Bush y el vicepresidente Dick Cheney no entendieron que el terrorismo es el arma de los débiles. Los fuertes buscan aplastar a los soldados de sus enemigos. En las ciencias sociales, llaman “pánico moral” a la respuesta de Bush-Cheney de guerra contra el terror. Proyectan el ataque del 11 de septiembre y la amenaza del terrorismo de al-Qaeda no como un peligro para las personas y la propiedad, sino como un ataque al estilo de vida estadounidense y sus libertades, a la moral estadounidense, a la civilización misma. En contraste, los estados europeos optaron por tratar los ataques terroristas como asuntos criminales, no como actos de guerra.

Inflar salvajemente el peligro reemplazó las consideraciones estratégicas por un riesgo existencial, justificando una respuesta desproporcionada a una amenaza exagerada. En lugar de depender de la recopilación de inteligencia y las investigaciones policiales, la metafórica “guerra contra el terror” condujo a una guerra real en Afganistán y luego a su secuela injustificada en Irak.

La ocupación de Afganistán durante dos décadas después de la derrota de al-Qaeda y los talibanes se justificó como construcción de un Estado. La imposición de un modelo occidental, en sustitución del régimen descentralizado tradicional propio de una nación de enclaves étnicos, requería el despliegue continuo de tropas estadounidenses y aliadas en el país. Pero la ocupación continua condujo a la resistencia, la resistencia condujo a la represión y la consiguiente pérdida de vidas afganas, solo para propulsar a los talibanes.

La supuesta necesidad apremiante de entrenamiento interminable de las tropas afganas pospuso aún más lo inevitable, dejándonos con la incómoda pregunta: ¿Por qué los talibanes no requirieron entrenamiento? Su fuerza creció constantemente, e incluso antes de que Estados Unidos comenzara su reciente retirada, controlaban aproximadamente la mitad del país.

Los pánicos morales dejan un rastro de resultados catastróficos. En la medida en que se proyectó que esto trababa de una amenaza existencial, se hizo más fácil reprimir las voces disidentes, reducir la esfera del debate público, desconfiar de las opiniones de los expertos (por ejemplo, la mayoría de los estudiosos de Oriente Medio se opusieron a la guerra de Irak). Como consecuencia, los actos impulsivos y vengativos reemplazaron el pensamiento crítico y la planificación estratégica.

Aquellos que heredaron una guerra iniciada bajo la histeria masiva tuvieron dificultades para echarse atrás y cambiar el curso. Finalmente, este año se puso fin a la guerra que a diferencia de las guerras anteriores que ha librado Estados Unidos, no se financió con impuestos, sino que se cargó con una tarjeta de crédito, lo que agregó unos $6.5 billones de intereses que nuestros hijos y sus hijos pagarán, y posiblemente el mismo número de preguntas que aún quedan por contestarse. Ahora toca analizar todos estos sucesos para entender las lecciones aprendidas y confiar que el miedo y la histeria no nos lleve a cometer los mismos errores.

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