La noche del domingo, el país se paralizó como sucede todos los años cuando se transmite el certamen de Miss Universo. Llámenos cursis, pero —la verdad sea dicha—, por estas latitudes, eso de ver competir por el título de la belleza universal nos entretiene como pocas cosas.
Allí, en aquella tarima en Atlanta, Georgia, se sostenían de la mano la representante local Madison Anderson Berríos y su contraparte de Sudáfrica. Tras unos segundos que parecían eternos el nombre de Madison escapó primero de la boca del presentador y, con ello, la constatación de que había estado a muy poco de traer ese título para la isla. El momento se tornó agridulce. Claro que hubiera querido que ganara la representante que portaba la banda de mi país. Pero ver aquella estampa final no podía suponer algo menos que una deliciosa victoria en la lucha por la representatividad. Porque, lo entienda usted o no, la representatividad importa.
Minutos antes, Zozibini Tunzi soltaba un discurso poderoso: “Crecí en un mundo en el que una mujer que luce como yo, con mi tipo de piel y mi tipo de bello, nunca fue considerada hermosa. Y creo que es momento de que eso termine”, lanzó con palabras que validaban el poder de verse representado. Yo lo descubriría en mi vida adulta ya como reportero de televisión. Ocurrió un día cuando, mientras cubría un evento en el Museo de Arte Contemporáneo, una mujer se acercó a mi carro con su nieto, un niño negro de unos cuatro años, y me pidió bajar el cristal del vehículo. Eso hice. Tras saludarme, agachó la mirada y hablándole a su nieto, con una gran sonrisa, le dijo: “¿Viste? Tú también puedes salir en la televisión”. Yo lo comprendí todo.
Siempre lo supe, aunque no le había prestado demasiada importancia. La representatividad es importante. Quizá más que cualquier otra cosa, sobre todo en esas etapas primarias de formación en las que las experiencias que viven niños y niñas moldean su idea de aquello que creen “posible”. En casa tuvimos suerte. Mi hermano y yo no veíamos en posiciones de poder político o mediático a figuras con nuestra piel y rasgos, pero sí en nuestra comunidad inmediata y extendida. Nuestros padres habían estudiado en la universidad y tenían éxito en sus carreras. Uno como comerciante y otra como maestra. Mi abuela, una mujer mulata, había estudiado enfermería. Tenía un tío asambleísta y primos médicos o profesores universitarios. El doctor del pueblo, ese que nos atendió desde que tenía conciencia, era tan alto y negro como mi papá. Había aprendido sin saberlo que podía aspirar a ser cualquiera de esas cosas. Ese entorno me garantizó una representatividad crucial para mi formación y suplió lo que raras veces era posible encontrar en la cultura popular. Pero no todos los niños y niñas negros corren la misma suerte.
Es por eso que resulta imprescindible que los espacios de poder —medios de comunicación, formaciones políticas, grupos de amplia visibilidad— comprendan la importancia de la representación de todos los rostros del país. Hacerlo nos empodera a todos. Subestima el poder de la representatividad quien no la echa en falta porque, a fin de cuentas, siempre ha estado representado. Ya lo dejaba claro la nueva reina en su declaración de intenciones: “Quiero que los niños me miren, vean mi rostro y vean sus rostros reflejados en el mío”. Exactamente de eso se trata.