Los hay por todos lados, en ciudades y pueblos, de distintos grupos étnicos y clases sociales. Algunos eran buenos estudiantes, otros seres marginados, gente de todas las edades. Iban a la iglesia en busca de cariño, orientación, educación o un lugar donde sentirse como en casa.
Eran creyentes antes de que su fe fuese puesta a prueba cuando curas abusaron de ellos.
Para los fieles, la iglesia católica es no solo un sitio de adoración sino el centro de la vida cultural y religiosa, sus doctrinas y sus costumbres figuran prominentemente en sus comunidades. Y sus sacerdotes y diáconos son algo más que referentes religiosos: son además confidentes, maestros, figuras paternas con un poder único. Para muchos, son lo más cerca que tienen a un dios en la tierra.
Quienes han sido víctimas de abusos de parte de curas, sufren también violaciones espirituales. El daño no se limita a la parte física y mental. Incluye todo su sistema de creencias.
“Su misma fe es víctima del abuso”, dijo Marianne Sipe, psiquiatra y exmonja que trabaja con sobrevivientes a abusos de sacerdotes.
Los chicos crecen. Algunos aprenden a vivir con su dolor, otros tratan de olvidar, a muchos les cuesta seguir adelante.
Los sobrevivientes a menudo experimentan los mismos síntomas: Pesadillas, aislamiento, furia, problemas con las autoridades y para confiar en la gente. Algunos caen en adicciones, sufren de depresión o les cuesta tener relaciones sexuales. Ciertas experiencias sensoriales, incluidos olores y la textura de una tela, pueden traerles malos recuerdos, lo mismo que artículos en los periódicos.
“Me llevaré todo esto a la tumba”, dijo John Vai, de 67 años, aludiendo a las heridas que no han cicatrizado. Un cura abusó de él cuando era adolescente en una iglesia católica. “Nunca cicatrizarán”.
Las víctimas, a pesar de todo, tratan de vivir sus vidas, de tener carreras y familias.
Algunas conservan su fe y su compromiso con la iglesia. Otras cambian de congregación o abandonan directamente la religión organizada. Hay quienes dejan de creer y quieren acabar con las instituciones que alguna vez veneraron.
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A Salvador Bolívar no le gusta hablar de lo que le pasó sin antes invocar a sus ancestros para que le den valor. Fueron sus ancestros los que hace once años, en un viaje de trabajo a Colombia, lo impulsaron a romper su silencio acerca del abuso sexual que sufrió a manos del diácono de su escuela católica. Bolívar pensó que su sufrimiento era parte de un plan, cuyo objetivo era darle la experiencia necesaria para que pueda ayudar a otros sobrevivientes a superar los momentos más duros. De todos modos, estos traumas dejan heridas. “Sabía que esta labor espiritual tendría un costo”, expresó.
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Por muchos años Patrick Shepard no quiso tocar una pelota de básquetbol. La persona que abusó de él, un cura, le había ensañado a jugar al baloncesto y, si bien le encantaba el deporte, le traía “muchos malos recuerdos”. El abuso lo encaminó por una pendiente, lo hizo irritable, triste y abusó del alcohol. Ahora tiene una mujer que quiere, un hijo que adora y las responsabilidades y dichas de ser padre borraron todo el dolor. A veces llora al revivir su drama, pero no tanto como antes. Y le está enseñando a su hijo a jugar al básquet.
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Dorothy Small tenía 60 años cuando conoció al cura. Pensó que había surgido el amor entre los dos. Era la única forma de explicar lo que había sucedido. Pero otro sacerdote vio las cosas de otra manera: “Te violaron”, le dijo. Ella hizo la denuncia y el cura fue enviado de vuelta a las Filipinas. Small fue marginada por una iglesia en torno a la cual giraba su vida. Eso la destrozó. Ahora no va a la iglesia. Busca satisfacción espiritual en rituales privados y ayuda a los sobrevivientes de abusos de curas. “Pude cicatrizar cuando decidí no dejarme pisotear”, expresó. “No esconderme”.
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John Vai no piensa en el abuso, no habla del abuso. Le tomó cuatro décadas comentárselo a alguien: La iglesia católica, después de todo, era el corazón de su barrio ítalo-americano de clase obrera de Delaware. Pero tantos años después decidió correr el riesgo. Llevó a juicio al cura abusador y lo ganó. Sacó a la luz todos esos recuerdos y la experiencia casi lo hace pedazos, según cuenta. Ya no volverá a hacerlo. Ahora se levanta a la misma hora todas las mañanas, juega al golf, nada en la piscina de un country club, se toma un cocktail al caer la noche. No busca la felicidad. Lo único que quiere es estabilidad para poder sobrevivir. “Establecer una rutina”, explica, “para que desaparezca el dolor”.
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Las nueve hermanas Charbonneau jamás se olvidaron de las palizas y la férrea disciplina de la Escuela Misión India de San Pablo de Dakota del Sur. Ya cincuentonas y sesentonas revivieron todo, una por una, y también algo peor: Los abusos sexuales que sufrieron a manos de curas y monjas. La mayoría desistieron de demandar a la iglesia y quieren olvidar todo. Pero cuatro de ellas insisten. “A veces quisiera no haber recordado nada”, dice Dahlen.
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Han pasado más de cuatro décadas desde que Jacob Olivas fue molestado, uno de más de cien menores de los que abusó el reverendo Edward Anthony Rodrigue. Olivas, quien hoy tiene 50 años, sufre pesadillas y ataques de pánico. Lo reconfortan su inquebrantable fe católica (“Cuando crees que estás más solo que nunca es cuando Dios está más cerca de ti”) y el placer que le dan las montañas. Pero el dolor sigue presente. Hace años el cura le escribió una carta desde la cárcel en la que le ofrece disculpas. Sin embargo, pero no fue capaz de leerla.
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Mark Belenchia no se calló. Se lo dijo a su madre y a su tío, a mediados de los años 70. Se lo contó a un cura de su parroquia, por entonces vicario general, en 1985. Pero el sacerdote que según Belenchia abusó sexualmente de él cuando era niño en Shelby, Mississippi, seguía con su sotana. “Eso me demostró que para el sistema eres insignificante. No importa lo que digas ni lo que te haya pasado”, sostuvo Belenchia. Con el correr de los años lanzó una cruzada contra los abusos de los curas que es el centro de su vida. Ese activismo, afirma, le da sentido y dirección a su vida. A través de su trabajo puede usar su dolor para ayudar a otros que han pasado por lo mismo.