Desde que la pandemia de coronavirus azotó España, un cristal mantiene separados a Xavier Antó y Carmen Panzano, el primer período así de prolongado en los 65 años de matrimonio de la pareja.
Antó, de 90 años, viene tres o cuatro veces por semana a la ventana a pie de calle que da al hogar de ancianos de Barcelona donde vive su esposa, de 92 años. El centro cerró a los visitantes hace más de un año para proteger a sus residentes del COVID-19.
Los empleados del hogar le proporcionan una silla y acercan a Panzano a otro lado de la ventana. Antó le muestra en su teléfono las fotos de sus nietos y la familia para distraerla un poco. Ella padece Alzheimer.
Ambos ya fueron vacunados contra el coronavirus, pero los hogares de ancianos de España todavía están bajo estrictos controles después de que miles de ellos murieron en centros de atención para adultos mayores durante los primeros meses de la pandemia.
La pareja se conoció en 1953 y se casó en 1955. Excepto por un período al principio de su matrimonio cuando él trabajó fuera de casa, siempre estuvieron juntos. “No nos hemos separado nunca”, dijo Antó a The Associated Press. Ahora “llevamos separados prácticamente un año”, agrega.
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“En marzo pasado, una directora de la casa me dijo que cuando me marchara ya no iba a volver a entrar” porque las autoridades locales “habían establecido unos protocolos muy severos y no podría entrar nadie”.
Al principio, los trabajadores de la casa hacían videollamadas con una tableta dos o tres veces por semana para que él y Panzano pudieran verse, dijo.
“Luego instalaron arriba un locutorio (caseta) con una mampara en medio, pero yo prefiero estar aquí (en la ventana) porque con la mampara te daban un día y hora determinados, 20-30 minutos al día como máximo, pero tenías que estar al pendiente”, afirma Antó. “En la mampara no podía darle la mano, tampoco le puedo dar un beso, y pues aquí en la ventana vengo cuando yo puedo”.
Cuando él la visita, ambos ponen sus manos sobre el vidrio y se mandan besos. Aunque no pueden oírse al hablar, al menos no se preocupan por cuánto tiempo les queda para compartir.
Cuando Antó no puede venir, una mujer que trabajó para la pareja durante unos 26 años, toma su lugar. “Es como si fuera nuestra hija”, dice.
“Suelo venir siempre que puedo y mientras el cuerpo aguante, intentaré que siga así. Porque si fuera yo el enfermo, ella haría lo mismo o más”, dijo Antó.