El presidente Joe Biden dio vuelta a la página de uno de los legados del 11 de septiembre de 2001 al poner fin a la guerra en Afganistán, pero todavía tiene que hacer mucho con otro: el centro de detención de Guantánamo.
La Casa Blanca afirma que tiene la intención de cerrar la prisión de la base estadounidense en Cuba, inaugurada en enero de 2002 y en la que la mayoría de los 39 hombres que siguen detenidos no han sido acusados de delito alguno. No está claro cómo ni cuándo el gobierno llevará a cabo ese plan, aunque las primeras medidas para liberar a un prisionero y colocar a otros cinco en una lista de elegibles para ser liberados han generado optimismo entre algunos que desean que cierre, incluidos los prisioneros.
“El hecho de que Biden esté al menos diciendo las cosas correctas, ha dado esperanza a la gente”, dijo Clive Stafford Smith, un abogado que recientemente hizo su 40mo viaje a Guantánamo, para ver a los prisioneros que no había podido visitar desde el comienzo de la pandemia. “La esperanza es peligrosa porque se aplasta fácilmente. Pero al mismo tiempo, al menos, tienen esperanza, y eso es bueno”.
Al igual que con Afganistán, Biden se enfrenta a una tarea compleja para cerrar Guantánamo. Se trata de una promesa que el presidente Barack Obama hizo, y que luego no cumplió. El cierre se abandonó por completo bajo el mandato del presidente Donald Trump, que prometió una vez “cargarla con algunos tipos malos”, pero que en su mayor parte se limitó a ignorar el lugar.
El reto ahora, como entonces, sigue siendo: ¿Qué debe hacer el gobierno de Estados Unidos con algunos de los hombres de Guantánamo, incluyendo unas dos docenas que no está dispuesto a liberar?
Entre ellos se encuentra Khalid Shaikh Mohammad, que en su momento fue una figura de renombre en Al Qaeda y quien es considerado el arquitecto de los atentados del 11-S. Se enfrenta a un juicio ante una comisión militar con cuatro coacusados que -en medio de problemas jurídicos y logísticos, cuestiones de personal y la pandemia- se ha empantanado durante más de 9 años en la fase previa al juicio en una sala de alta seguridad construida especialmente para ello. No se vislumbra cuándo habrá de comenzar.
Mohammad y sus coacusados acudieron al tribunal esta semana por primera vez desde el inicio de la pandemia para una audiencia sobre la calificación de un nuevo juez, el coronel de la Fuerza Aérea Matthew McCall, para presidir el caso. Fue la 42da sesión de audiencias previas al juicio desde que se instruyeron los cargos en mayo de 2012.
Con el paso del tiempo llegan nuevos problemas. El preso de más edad, un paquistaní que recibió autorización para ser liberado en mayo pero que continúa en Guantánamo, tiene 74 años y padece una enfermedad cardíaca y otras dolencias. Varios otros hombres tienen también importantes problemas de salud física y mental que tendrán que ser tratados si la detención “indefinida” se prolonga mucho más. Desde que se abrió Guantánamo han muerto nueve presos: dos por causas naturales y siete en aparentes suicidios.
“La gente está cada vez más vieja, más enferma, más desesperada”, dijo Pardiss Kebriaei, un abogado del Centro de Derechos Constitucionales que representa a un prisionero yemení que recientemente recibió permiso para ser liberado pero que sigue detenido.
No es sorprendente, en realidad, que nadie haya hecho planes a largo plazo para el centro de detención. Fue un proyecto improvisado desde el principio.
Tras la invasión a Afganistán en respuesta a los atentados del 11-S, Estados Unidos quería un lugar para detener a los cientos de prisioneros de docenas de países que fueron capturados por las fuerzas estadounidenses, muchos de los cuales fueron entregados, como se supo más tarde, a cambio de recompensas, independientemente de que tuvieran una conexión con Al Qaeda o los talibanes.
El gobierno del entonces presidente George W. Bush declaró que eran “lo peor de lo peor”, y afirmó que podía retener a los hombres en el extranjero, sin cargos, como combatientes enemigos ilegales, sin derecho a la protección dada a los prisioneros de guerra, en el puesto de la Marina en la escarpada costa sureste de Cuba.
Una foto publicada por el Pentágono mostraba a los primeros detenidos, vestidos con overoles naranjas y arrodillados en jaulas al aire libre bajo el sol tropical. Pretendía mostrar que “estamos haciendo lo que tenemos que hacer” en un mensaje desafiante al mundo, dijo Karen Greenberg, directora del Centro de Seguridad Nacional de la Facultad de Derecho de Fordham.
“Se arrepintieron de esa decisión muy pronto, en cuestión de días, si no de semanas”, dijo Greenberg, autora de “The Least Worst Place: Guantanamo’s First 100 Days” (El menos peor de los lugares: Los primeros 100 días de Guantánamo).
A medida que surgían informes sobre el trato brutal, Guantánamo se convirtió en una fuente de indignación internacional, socavando la simpatía y el apoyo que Estados Unidos atrajo tras los atentados del 11-S.
Estados Unidos acabaría teniendo a 779 prisioneros en Guantánamo y gastaría cientos de millones en la construcción y el funcionamiento de lo que hoy se parece más o menos a una pequeña prisión estatal, rodeada de alambre de púas y puestos de vigilancia a orillas del resplandeciente mar Caribe.
Bush dejó salir a 532 presos. Obama liberó a 197. Trump liberó a un solo detenido: un saudí que regresó a su patria tras llegar a un acuerdo en las comisiones militares.
Pocos de los detenidos pudieron ser acusados de un delito porque no se recogieron pruebas cuando fueron capturados, o no había ninguna, o estaban contaminadas más allá de su uso cuando los detenidos fueron sometidos a lo que la CIA llamó eufemísticamente “interrogatorio mejorado”. De los que quedan, 10 aguardan juicio ante una comisión militar, y todos están todavía en la fase de instrucción.
A lo largo de los años, la población se ha ido reduciendo a medida que Estados Unidos decide que algunos hombres ya no representan una amenaza y no vale la pena tenerlos detenidos con impugnaciones legales como telón de fondo. En ocasiones, la prisión se ha visto sacudida por huelgas de hambre y enfrentamientos entre prisioneros y guardias, provocados en gran medida por la frustración de estar retenidos indefinidamente sin cargos en virtud de lo que Estados Unidos afirma que es su derecho según las leyes internacionales de la guerra.
Ahora la prisión de Guantánamo es más pequeña y tranquila. Pero Stafford Smith, fundador de la organización de derechos humanos Reprieve, dice que sigue siendo opresiva. “No son tanto las condiciones físicas, sino las psicológicas”, dijo. “Que te digan que eres libre de irte pero que nunca puedas salir, eso psicológicamente es inmensamente dañino para la gente”.
Obama, que emitió una orden ejecutiva poco después de tomar posesión del cargo en la que se ordenaba el cierre de Guantánamo en el plazo de un año, se topó con la oposición política cuando su gobierno anunció que trasladaría los juicios militares a los tribunales federales. El Congreso acabó añadiendo a la ley de autorización anual del Pentágono un texto que prohibía al gobierno trasladar a los presos de Guantánamo a Estados Unidos por cualquier motivo.
En una señal de que los vientos políticos podrían estar cambiando, el Congreso eliminó recientemente la prohibición de trasladar a los prisioneros de Guantánamo de la autorización del Pentágono, y eliminó la financiación del centro de detención del presupuesto del próximo año. Queda por ver si esto cambiará, sobre todo después de que varios exprisioneros, liberados tanto bajo el mandato de Bush como de Obama, se convirtieran en líderes talibanes en Afganistán.
El gobierno de Biden, que no respondió a las solicitudes de comentarios para este artículo, no ha dicho mucho sobre sus planes.
“No tengo un calendario para ustedes”, dijo la secretaria de prensa Jen Psaki a los periodistas cuando se le preguntó en julio sobre el cierre de Guantánamo. “Como saben, hay un proceso. Hay diferentes etapas en el proceso. Pero ese sigue siendo nuestro objetivo, y estamos considerando todas las vías disponibles para transferir responsablemente a los detenidos y, por supuesto, cerrar Guantánamo.”
Los que apoyan el cierre se sienten alentados por el hecho de que el nuevo gobierno haya reactivado un proceso de junta de revisión y haya autorizado la liberación de cinco de los presos (ninguno fue autorizado bajo Trump). Pero les preocupa que el equipo de Biden aún no haya nombrado a nadie en el Departamento de Estado para que lidere un esfuerzo por conseguir acuerdos con otros países para el reasentamiento de los prisioneros, como se hacía bajo el mandato de Obama.
Muchos sostienen que la solución más sencilla sería trasladar los casos de los 10 detenidos que están siendo juzgados por una comisión militar a un tribunal federal en Estados Unidos y encontrar una forma de transferir o liberar al resto. Kebriaei, el abogado cuyo cliente yemení está a la espera de ser liberado, dijo que el gobierno sólo tiene que concentrarse en el asunto.
“Hay una sensación de que hay que hacerlo, y… más de una posibilidad de que se pueda hacer”, dijo.