El fuerte ruido que hace al abrir una puerta de hierro avisa la salida de Jorge Anguilante del penal de Piñero todos los sábados. Se dirige a casa durante 24 horas para ministrar en una pequeña iglesia evangélica que comenzó en un garaje en la ciudad más violenta de Argentina.
Antes de atravesar la puerta, los guardias le quitan las esposas a “Tachuela”, como se le conocía en el mundo criminal. En silencio, miran al asesino a sueldo convertido en pastor que los saluda con una sola palabra: “Bendiciones”.
El hombre corpulento de 1,85 metros cuyos tatuajes son vestigios de otra época de su vida, cuando dice que solía matar, debe regresar a las 8 a.m. a un pabellón de la prisión conocido por los reclusos como “la iglesia”.
Su historia, de un asesino convicto que abraza una fe evangélica tras las rejas, es común en los calabozos de la provincia argentina de Santa Fe y su ciudad capital, Rosario. Muchos aquí comenzaron a vender drogas cuando eran adolescentes y quedaron atrapados en una espiral de violencia que llevó a algunos a sus tumbas y a otros a cárceles superpobladas divididas entre dos fuerzas: los evangélicos y los narcotraficantes.
Durante los últimos 20 años, las autoridades penitenciarias argentinas han alentado, de una forma u otra, la creación de unidades efectivamente dirigidas por reclusos evangélicos, otorgándoles a veces algunos privilegios especiales adicionales, como más tiempo al aire libre.
Los pabellones son muy parecidos a los del resto de la prisión: limpios y pintados en colores pastel, azul claro o verde. Tienen cocinas, televisores y equipos de audio, aquí utilizados para los servicios de oración.
Pero son más seguros y tranquilos que las unidades regulares.
Violar las reglas que prohíben las peleas, fumar, consumir alcohol o drogas puede hacer que un recluso sea devuelto a la prisión normal.
“Llevamos la paz a las cárceles. Nunca hubo disturbios dentro de los pabellones evangélicos. Y eso es mejor para las autoridades”, dijo el reverendo David Sensini de la iglesia Redil de Cristo, una de las iglesias pentecostales más grandes de Rosario.
El acceso está controlado tanto por los funcionarios de la prisión como por los líderes de los pabellones que funcionan como pastores y que desconfían de los intentos de las pandillas de infiltrarse.
Eric Gallardo, uno de los líderes del penal de Piñero, dice que deben mantener un control permanente sobre quién ingresa.
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Rosario es un importante puerto agrícola, el lugar donde nació el revolucionario Ernesto “Che” Guevara y fábrica de futbolistas talentosos, incluido Lionel Messi. Pero la ciudad de unos 1,3 millones de habitantes también tiene altos niveles de pobreza y delincuencia. La violencia entre pandillas que buscan controlar el territorio y los mercados de drogas ha ayudado a llenar sus cárceles.
“El 80% de los crímenes en Rosario son ejecutados por sicarios jóvenes que prestan servicios a las bandas narco, cuyos jefes están presos y mantienen el dominio del negocio criminal desde las cárceles”, advierte el fiscal de la Unidad de Crimen Organizado en la provincia de Santa Fe, Matías Edery.
Anguilante promete que su oficio de matar quedó atrás, que la “palabra” de Dios lo hizo “un hombre nuevo”. Fue condenado en 2014 a 12 años de prisión por asesinar a Jesús Trigo de 24 años de un disparo en la cara. El rostro de la víctima aparece en las noches, confiesa. Lo tortura. Trata de ahuyentarlo con plegarias en su pequeña y húmeda celda en el penal de Piñero.
En 2014, fue condenado a 12 años de prisión por matar a Jesús Trigo, de 24 años, a quien disparó en la cara. Anguillante dice que ese rostro lo persigue por la noche, y trata de ahuyentar el recuerdo rezando en su pequeña celda de la prisión.
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Un 40% de los aproximadamente 6.900 reclusos de la provincia de Santa Fe viven en pabellones evangélicos, calcula Walter Gálvez, subsecretario de Asuntos Penitenciarios, quien también es pentecostal.
El avance de esta religión en Argentina se dio, como en la mayoría de los países de América latina, en los sectores “más vulnerables, entre ellos los presidiarios”, considera la investigadora Verónica Giménez del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET).
En el país de origen del papa Francisco, la Iglesia Católica Romana sigue siendo la religión dominante. Pero una encuesta del CONICET encontró que el porcentaje de católicos argentinos cayó del 76,5% al 62,9% entre 2008 y 2019, mientras que la proporción de evangélicos creció del 9% al 15,3%.
“Ese aumento de fieles se dio aún más en las cárceles”, advierte Gálvez.
La investigadora Giménez dice que eso se repite en otras partes de América Latina, como en Brasil, donde la enorme Iglesia Universal del Reino de Dios tiene 14.000 personas trabajando con presos.
El crecimiento es notable en un país donde los católicos tenían casi el monopolio de las capillas de las prisiones hasta hace algunas décadas.
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