La primera vez que escribí para una publicación en Puerto Rico tendría poco más de veinte años. En la edición del concurso de Miss Puerto Rico de ese año, las concursantes abrieron el espectáculo llevando sobre sus hombros capas con la bandera de los Estados Unidos. Aquello me dio vergüenza ajena y así lo expresé en una carta al periódico. Para mi sorpresa, la carta fue publicada. Creo que fue en ese momento que nació en mi la inquietud no solo de comenzar a escribir, sino de considerar el periodismo como una opción profesional.
Pero hemos cambiado mucho. O tal vez no. Este año el certamen, dentro del marco de una producción impecable, fue un despliegue de puertorriqueñidad y orgullo patrio. Hasta que ganó Madison. Estando allí presente en el Centro de Bellas Artes esa noche, volvió a invadirme ese sentido de vergüenza ajena que viví hace tantos años al escuchar los abucheos cuando esa muchacha intentaba expresarse en español.
Pensé en dos de mis sobrinas, ambas de veintitantos, quienes se mudaron a la Florida cuando tenían tres y cinco años de edad. Sus padres se ocuparon de que mantuvieran el español, pero la lucha no fue fácil. Hoy son parcialmente bilingües, pero el inglés sigue siendo su primer idioma. Cuando vienen a Puerto Rico de vacaciones se fajan practicándolo. Y cuando les preguntas, ellas están claras: son puertorriqueñas.
Recuerdo haber leído en una ocasión algo que decía: “No te burles de mi acento porque si lo tengo es porque hablo por lo menos dos idiomas. ¿Cuántos hablas tú?” Si Madison “no es de aquí”, como dicen algunos, entonces tampoco serían de aquí Lin- Manuel Miranda, Rita Moreno, o Sonia Sotomayor.
Ella no solo es puertorriqueña por lo que lleva en su ADN, sino porque escoge serlo. No me cabe duda de que se va a meter al jurado de Miss Universe 2019 en un bolsillo. Pero me da la impresión de que lo que ella en realidad desea ganarse es la aceptación de un pueblo que, nuevamente, se enfrenta al dilema de su propia identidad.
