Los profesionales de la salud, en todas sus ramificaciones, son tus amigos.
Técnicamente, saben todo sobre ti, si es que llenas bien y de verdad todos los documentos que te dan cuando abres el récord de paciente. Si los llenas bien, porque hay montones de personas que los completan por salir del paso, a riesgo de su salud.
No soy enemiga de ir al médico, aunque debería ir más. Yo me he hecho todo tipo de cosas, endoscopías, colonoscopías, laparoscopías y muchas pías más y lo he enfrentado dignamente. Y con algún o varios sedantes, claro está.
Pero hay un médico que me aterra por más simpático que sea. De hecho, el mío es de lo más simpático que he conocido y su mayor virtud, que es bueno y puntual, pero igual, cada vez que veo el número de su oficina en mi celular, me da taquicardia. Se trata del dentista.
Mire este escenario. Usted llega a su oficina, que tengo que decir que es de las más higiénicas y antisépticas que existen, gracias a Dios. Es un lugar donde de entrada vas con temor en el bolsillo, porque las cubiertas de los seguros son gacebitos de LEGO. No cubren na. Ve este señor o señora que es claramente el dentista, algunos con bata, muchos ya no. Se te sienta al lado, tú acostada en la silla esa, que es como de masaje pero a la inversa, con el babero amarrado con clip y boom: “Abre grande”.
Eh, ok. De repente abres la boca y empiezas a pensar en mil cosas a la vez. ¿Qué estará viendo el dentista? ¿Qué estará pensando? ¿Pensará que he sido descuidada? ¿Pensará que he sido cuidadosa? Es como un silencio más que sepulcral, es como eterno y de terror. Literalmente, oigo música de Freddy Krueger. Y, claro, no falla que uno vaya al dentista y le dé con toser. No falla. No hay que tener catarro. Hay que estar sentado en la silla del dentista para que te dé ataque de tos. Y un par de veces he volado vasos y servilletas.
En esos momentos de silencio mortal escuchas tus tripas, en mi caso porque siempre voy a primera hora y sin desayunar, pero también las tripas del médico. Él ya desayunó; así que es una música distinta.
Entonces hablemos del aparatito cuyo nombre no recuerdo, pero que, en mi fantasía de Freddy Krueger, es el equivalente a una sierra o a una segueta de esas que mi abuelo usaba en el campo. O un trimmer en miniatura. A medida que eso va moviéndose con olor a látex alrededor de la boca, tú sientes que los dientes te van a desaparecer —ustedes ya conocen mi obsesión en sueños de que pierdo los dientes—, como si estuvieran esculpiendo el diente.
Ahora, por favor, hablemos del chuponcito ese que te colocan en la boca para aspirar la saliva. Aparte del ruido, que prefiero antes que escuchar el de las tripas, como que siempre se mueve para donde no hay saliva. Y ahí empieza mi lucha entre moverme a la derecha y a la izquierda con el chupón sin interrumpir la mano del dentista, no sea que termine sacándome un ojo. Cosa que, de nuevo, está en mi cabeza. Ningún profesional te va a sacar el ojo.
Pero lo mejor de ir al dentista es el después, en caso de que te hayan hecho algún procedimiento que requiera anestesia. Sientes que los cachetes son sacos de papa y te ponen un algodón por un ratito que, como no sientes por la anestesia, muerdes hasta que te salga sangre. Y cuando te lo saca,s pasas más de una hora hablando y escupiendo, porque no hay conexión lógica entre los movimientos faciales y la anestesia que te manda la lengua para cualquier lado.
Trate de comerse una galleta en medio de una anestesia bucal y terminará escupiendo para todos lados como si dijeras “fósforo”. Trate.
Cada vez que salgo de la oficina de mi dentista, que es lo mejor de lo mejor, le digo: “Me voy. No quiero verte más”. Él sabe que lo digo de chiste. No se ofende. Sabe que anhelo mis dientes y que voy a volver, aterrada, pero volveré.