Estamos en la era de la opinión.
Con el fenómeno de las redes y la Internet ya no existen jerarquías de opinión; nadie tiene la verdad amarrada por el mango y ninguna palabra es final. Eso puede sonar perfectamente democrático y lindo. De hecho, podemos todos dar gracias a esas herramientas porque nos han hecho libres y nos han dado un poder tremendo.
Pero, como todo poder, su uso es una gran responsabilidad. Y no es chiste.
Como comunicadora tengo una fijación con leer los comentarios de toda fuente principal, lo que se conoce en los medios como conocer la voz de pueblo, y lo que se conoce en mi ser interno como una tortura elegida, una especie de masoquismo, una loquera por la cual me debería medicar.
Me obsesiona, además, leer todos los reviews previo a tomar decisiones y suelo accesar los columnas de opinión antes que el contenido que no esté colocado en portada. Y no me refiero a opiniones elaboradas ni científicamente fundamentadas. Por supuesto que las opiniones con fundamento son edificantes, pero no hace mucho tiempo elegí no obsesionarme con ellas.
He pasado grandes decepciones al hacerle caso a reviews sobre restaurantes. Yo como —devoro más bien— hasta piedras, pero mis gustos no son los de usted ni en comida, ni en servicio, ni en ambiente. Y varias veces me ha reventado ver que alguien dio un cinco estrellas a algo que en mi escala está en dos. O viceversa.
Y no siempre, pero muchas veces, ni usted ni yo sabemos de qué estamos hablando. Les doy un ejemplo sencillo. Hace como diez años mi esposo era chef en un restaurante italiano con especialidad anunciada en lo “al dente”. Una chica, que lucía conocedora, pidió una carne. Cuando se le llevó a la mesa, luego de unos minutos, la devolvió y pidió ver al chef. Él fue a la mesa, y, cuando le preguntó en qué le había fallado (tan humilde mi amorsote), ella le respondió con total autoridad: “Esto no está al dente”.
Mi marido miró la mesa a ver dónde la había embarrado. Y no vio pasta. “Disculpe, señorita, ¿qué específicamente no está al dente?”, preguntó.
“Este filete”, respondió la experta. Con su característica paciencia, el chef le explicó: “Al dente es el término ideal de cocción de la pasta”. “Pues no está al dente”, insistió la mujer. Jesucristo amado…
En esa época, Facebook no estaba tan al palo; Instagram no se conocía, y TripAdvisor no estaba tan de moda. Pero esa “experta”, hoy día tendría todas esas plataformas para criticar el restaurante, hacer un party destructor del chef, fastidiar todo un proceso de rating de servicios y arriesgar el empleo de un buen número de empleados. Y sin razón.
De ahí que he conocido a dueños de restaurantes que están más pendientes de los reviews que del menú. La presión es muy fuerte.
Me ha pasado con Netflix. Veo la estrellas y no veo las películas si tienen menos de cuatro. Y así me he llevado un par de sorpresas. La explicación debería ser lógica. Si yo, que me creo la gran crítica, no califico lo que veo, no me puedo quejar de que alguien con menor o mejor gusto que yo establezca la opinión.
Ya el caso de las redes es una exageración. Sí, todos somos críticos, con el detalle de que somos críticos con respuesta inmediata en cuestión de segundos. Todos somos expertos culinarios: matamos los restaurantes, matamos las meseras y cajeras, y todos somos los superchefs. Y la gente te apoya y te celebra. Aunque esté salao, soso o malísimo.
Hay una empresa de transporte individual que tiene una técnica buenísima. Tú me calificas a mí. Pero yo también puedo calificarte a ti. Y, como dicen en mi barrio, ahí es que entorcha la puerca el rabo.
Eso te obliga a dar una opinión de la que se puede diferir, pero que no se puede irrespetar.
Así elimina la condena del review. Porque, si guiaste malo, yo te puedo decir lo mal pasajero que fuiste. Y, si cocinas malo, yo te puedo decir que no existe carne al dente. Y estamos a mano…