Al comienzo del siglo XX, Puerto Rico estaba sumido en pobreza y analfabetismo, plagado de enfermedades parasitarias e infecciosas con una alta mortalidad que acortó nuestra expectativa de vida a 32 años. Solo 2% de nuestra población de casi un millón de habitantes vivía 65 años. Apenas contábamos con 180 médicos. Nuestro sistema público de salud se desarrolló durante ese siglo bajo el indiscutible liderato de una escasa, pero dedicada clase médica. Fue un empinado, pero exitoso recorrido entre las grandes hazañas de dos ilustres galenos: Bailey K. Ashford y Guillermo Arbona.
Evolucionamos de la mundialmente reconocida Escuela de Medicina Tropical de 1926 guiada por prestigiosos facultativos y fundamentada en investigación y enseñanza a la Escuela de Medicina UPR de 1950 que añadió la esencial formación de médicos y que fue académicamente reforzada tras la inauguración en 1972 del Recinto de Ciencias Médicas y sus eventuales seis Facultades; de la extraordinaria labor preventiva de las Unidades de Salud Pública que tuvo cada municipio a partir de 1926 a los Centros de Diagnóstico y Tratamiento (CDT) que añadieron atención clínica y las fueron sustituyendo desde 1951; de seis Hospitales de Distrito entre 1929-1944 a doce hospitales públicos esparcidos por toda la isla entre 1972-1984; de un limitado taller de enseñanza a un gran Centro Médico donde se prestarían los servicios más exclusivos y especializados y se fortalecería el vital junte entre academia-taller clínico que ha sostenido la educación de nuestros profesionales de la salud; de un Sistema de Salud municipal a uno insular regionalizado que nos convirtió en país civilizado a mediados de siglo, cuando corazón y cáncer desplazaron las enfermedades infecciosas como nuestras primeras causas de muerte.
En 1993, el gobierno dio jaque mate al renombrado sistema público de salud que servía gratuita y efectivamente a nuestra población necesitada. Lo reemplazó con su Reforma de Salud, una copia del Plan Clinton que nunca llegó a votación en el Congreso, pero que localmente eliminó nuestros centros de salud que prestaban cuidado primario-preventivo cerca de la residencia de la gente, que privatizó casi todos nuestros hospitales públicos, que abandonó la prevención y dejó maltrechas las funciones categóricas que brindaba nuestro Departamento de Salud. El gobierno arrebató nuestro sistema de salud de manos de la clase salubrista y lo entregó en bandeja de plata, sin fiscalización, a aseguradoras privadas con un insaciable fin de lucro, quienes implantaron una públicamente glorificada tarjeta plástica que en vez de facilitar el acceso a una mejor salud fue utilizada para impedirlo e interferir en la relación médico paciente y las decisiones médicas. También descontinuó el imperante libre acceso a médicos especialistas, colocando al médico primario en control absoluto de cada servicio y requiriendo su autorización para visitar especialistas. Nuestro sistema público de salud se tornó en uno curativo en vez de preventivo, en uno rigurosamente controlado por criterios económicos en vez de por indicaciones médicas.
La Reforma de Salud fue nuestro evento de mayor impacto político en la década de 1990. Pero el Congreso que malogró la Reforma Clinton, también eliminó los $430 millones anuales prometidos para financiar nuestra Reforma. El millonario gasto tuvo que ser asumido por nuestro gobierno, convirtiéndose en el acelerante de la quiebra económica gubernamental de 2010. Nuestra Reforma ha subsistido con fondos federales legislados y reautorizados entre 2011-2027, sin que nadie sepa hasta cuándo los Congresistas seguirán financiando una Reforma que ya se aproxima a un gasto de $5,300 millones anuales, sobre cinco veces más que lo que costaba el sistema Arbona en 1993.
Otros males post Reforma que progresivamente han empujado nuestro sistema de salud al borde del precipicio incluyen: denegaciones y pre autorizaciones de referidos y medicamentos, dificultad para conseguir citas en oficinas médicas, salas de emergencia sobrecargadas, cierre de intensivos pediátricos y neonatales, muertes prevenibles post pandemia, hospitales en quiebra u operando crónicamente en déficit, comenzando con los hospitales públicos de Centro Médico, y el peor de todos: la escasez de especialistas causada por el éxodo de miles de médicos que no han estado dispuestos a seguir soportando la intromisión antiética de las aseguradoras en sus prácticas, ni las bajas tarifas unilateralmente impuestas. Pero sin olvidar el impacto adverso adicional que está teniendo nuestra simultánea baja natalidad sobre las especialidades de obstetricia y pediatría.
Puerto Rico ha perdido sobre 800,000 habitantes desde 2005. Según informe estadístico de ASES, Vital ha reducido su matrícula a 1,048,428 beneficiarios en septiembre 2024, 256 mil menos que los 1,304,817 que tenía en enero 2023. Somos el undécimo país con mayor porcentaje (27.5%) de población sobre 60 años. Nuestras enfermedades crónicas siguen incrementando. Para nuestra población adulta, el CDC informó en 2023 varias tasas ascendentes de prevalencia que son muy preocupantes: alta presión 44%, diabetes 20%, obesidad 36% y sobrepeso 35%. Nuestras muertes se han catapultado en un dramático 20% entre 2010 y 2022 (muertes PR 2010-29,153, muertes PR 2022-35,434). Gastamos en salud más que nunca ($16 mil millones anuales), sin que hayamos visto el correspondiente mejoramiento en nuestro estado de salud.
Nunca olvidemos que cuando éramos muy pobres y recibíamos pocas ayudas federales, levantamos un sistema público de salud (para el que no hicieron falta las aseguradoras), que sumó 40 años (de 32 a 72) a nuestra expectativa de vida entre 1900 y 1970. Fue una hazaña sin precedentes, única en la historia. Eran tiempos en que nuestro limitado gasto en salud de $550 millones anuales estaba enfocado en el bienestar del paciente, en hacer mucho con poco. Desde aquel célebre #14 mundial en expectativa de vida de 1970, sobre 25 países ya nos han sobrepasado.
La razón de ser de un sistema de salud es promover, preservar y mejorar la salud poblacional. Desafortunadamente, las aseguradoras jamás han intentado adoptar una agenda conciliadora para trabajar en equipo con sus proveedores y juntos alcanzar esos objetivos, para que el sistema de salud funcione para todos y que todos seamos vencedores. Su estrategia ha sido inalterable: que siempre haya más dinero para aumentar su ganancia, aunque sea a costa de la salud de la gente.
El improvisado experimento que hemos sufrido por treinta años ha fracasado. Peor aún, durante ese periodo Puerto Rico ha evolucionado hacia una sociedad más enferma, pero dominada por nuestros más desventajados: pobres, envejecidos y madres solteras. Es insostenible continuar financiando un sistema de salud que beneficia principalmente a las aseguradoras, pero que no facilita mejor acceso, satisfacción y salud para tantos puertorriqueños desprotegidos.
La mayoría de los programas de gobierno de nuestros partidos políticos para el próximo cuatrienio carecen de propuestas que puedan erradicar los estragos que están minando nuestra salud. Se limitan simplemente a añadir más parchos que no atienden la raíz del problema. Que cuál es esa raíz? Que nuestros pacientes, médicos y demás proveedores de servicios no aguantan más el absoluto y unilateral poder-control que por tanto tiempo han ejercido las aseguradoras sobre ellos, ni la negligente inacción para fiscalizarlas del gobierno y de la clase política.
Ha llegado el momento de decir “basta ya” y poner nuestro sistema de salud bajo el liderato y gerencia de profesionales y entidades comprometidas con la salud, y no con el lucro, que siempre respondan prioritariamente a las necesidades de nuestra gente.