Opinión

El Papa y sus puentes

Lea la columna del periodista Julio Rivera-Saniel

El papa Francisco siempre me pareció un buen hombre. Y con ello no parto de la premisa de la perfección. La humanidad no lo permitiría, incluso en el caso de aquellos que, para el mundo católico, son la imagen misma de la Iglesia fundada por Dios. Después de todo, la Iglesia, como una institución de mujeres y hombres, tampoco lo es.

Francisco se me antojaba como uno de esos líderes que no parten de la premisa —para mi gusto guiada por la soberbia— de tener la verdad agarrada por el cuello. Seguro en la defensa de los dogmas de su Iglesia pero, de igual forma, con la apertura necesaria para entender que tender puentes era la mirada adecuada para acercarnos en un mundo altamente polarizado. Anclado firmemente en las raíces de la institución que aceptó dirigir pero, al mismo tiempo, con un pie fuera. Con esa lejanía que permite la mirada crítica y una apertura a la posibilidad de la autocrítica, la reflexión y —cuando necesario— la reforma.

Estoy seguro de que intentó lo último. También de que no cambió todo cuanto quiso. Pero dejó los cimientos para reformas posteriores. “Cuando la mujer está a cargo, las cosas funcionan”, repitió en más de una ocasión en el seno de una organización que aún se resiste a ver a la mujer como igual en asuntos de jerarquía y poder. Se rehusó a caer en el discurso que juzga y castiga, incluso con grupos e individuos cuyas vidas se alejan de los preceptos de la Iglesia. “¿Quién soy yo para juzgar?”, soltó en esa famosa frase de 2013. Habló de ecologismo y cambio climático y responsabilizó por ello a las grandes potencias globales. Pero también pidió que el tema se discutiera en el contexto de las vidas de las comunidades. Criticó al capitalismo sin límites y lo calificó de “economía que mata”; denunció la corrupción dentro de su Iglesia —aunque ello seguramente le ganó enemigos dentro de la curia.

Pero, además, te dio puentes interdenominacionales. Incluso trascendiendo el mundo cristiano.

Se mostró creyente de que todas las religiones del mundo, desde las de alcance global hasta las de los pueblos originarios, debían ser tratadas con respeto. A fin de cuentas, si se mira con detenimiento, todas tienen como terreno común dogmas fundamentales que se repiten invariablemente:

La búsqueda del amor, la misericordia y la compasión. La verdad como valor central de nuestras vidas. La búsqueda de la equidad, la justicia, el respeto por la vida; la gratitud y, fundamentalmente, la necesidad de tratar a otros como deseas ser tratado.

Todos puntos comunes que nos recuerdan, sobre todo en estos tiempos de estridencia, polarización, irrespeto y rechazo “al otro”, que, en esencia, son menos los asuntos que nos separan que los que nos unen.

Ojalá los líderes globales y locales tomen nota. Ojalá su Iglesia no lo olvide.

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