Si a mí el Creador del universo me hubiera dado a elegir a qué hora comenzaba el día, el sol saldría alrededor de las 9:00 a. m.
Nunca he sido morning person porque nunca he tenido un sueño fácil y despierto con demasiada facilidad. No estoy tan segura de que cualifique para insomne, pero estoy bastante cerca.
Cuando no tenía a mi hijo, eso de comenzar a trabajar muy temprano era casi vía excepción. La hora de salir nunca ha sido problema porque una vez me levanto sigo por ahí pa’ bajo como el conejito Duracell hasta que caiga reventá de cansancio, sin problema. Con la maternidad se quedaron atrás un par de horas de sueño en la mañana, cosa que no me duele para nada.
Y hace unos días, comencé mi primer trabajo mañanero- mañanero, literalmente un madrugón que me obliga a levantarme a las 3:00 a. m., reportarme a funciones a las 4:00 a. m y estar brutalmente despierta y al aire en televisión —irónicamente con la función de despertar a otros— a las 6:00 a. m.
La experiencia ha sido linda y gratificante, pero, a la vez, digna de un sitcom. Primeramente, ha requerido reorganizar la vida familiar en mil sentidos, niño, esposo y perros incluidos. Cada cual lo ha asumido a su manera y me place informar que estamos cada vez más sincronizados y adaptados, aunque los desayunos, de vez en cuando, tengan pollo al horno y no huevitos revueltos, y aunque le envíe a mi hijo dos jugos congelados en la lonchera, dejándolo sediento toda la mañana.
Pero levantarme tan temprano sigue siendo una hazaña diaria. Para empezar, quedarme dormida no es fácil porque me da terror no escuchar la alarma, así que despierto varias veces y estoy durmiendo literalmente solo unas cuantas horas.
Una vez me levanto, he descubierto unas ventajas y cómo no, unas desventajas. Por ejemplo, es un placer levantarme y no tener que disputarme el baño con nadie. Además, nadie me gasta el agua caliente y el café me pertenece 100 %. Es como que no tengo chance de que digan que me levanté con el pie izquierdo. Luego, cuando me voy a vestir empieza uno de los inconvenientes asociados al madrugón, que es no tener quién me suba el zipper, por lo que he improvisado un gancho de ropa que me sirve de mano humana. El primer día, en pleno acto de contorsionismo, parecía que estaba entrenando para Cirque du Soleil.
A mi esposo le va bien y mal. Él, que tiene súper buen dormir, se ve obligado a despertar por los ladridos de dos perritos incansables que, ni bien me ven mover la sábana, se me amarran del pie. El ruido tradicional de la ducha — porque si no me baño a esa hora no despierto— no cualifica para despertarlo.
He aprendido a tomarme solo un café en la mañana, porque el primer día descubrí que, a esa hora, ni el fast food 24 horas que está al lado de mi casa tiene café. Eso sí, el tránsito es maravilloso de madrugada. Literalmente, comparto la vía de rodaje casi exclusivamente con troqueros, y con precaución, me voy hasta con la roja. Sí, porque en los negocios de la 65 hay gente todavía de juerga cuando yo voy de camino. Y llego en minutos.
Aquí va la próxima ventaja. Llego al Disney World de los parkings. Por primera vez, no tengo que separar tiempo para buscar parking ni pagar multas por meterme donde no quepo. A beauty.
Eso sí, pido disculpas a quienes me envían mensajes de texto o emails después de las 8 de la noche, porque seguramente recibirán respuesta más o menos a las 3:45 de la ma-dru-ga-da, que es el tiempo que uso en el parking glorioso y desocupado para responder. ¡Mala mía!
He perdido un par de libras. Y es que no puedo comer cuando me levanto. A esa hora juro que todavía me siento llena del día anterior. Por eso de no desmayarme, me como alguna bobería que califico de desayuno. Resultado: cuando termino ese trabajo a las 8:30 a. m., mi cuerpo anda ya pidiendo comida categoría Guavate. Y descubrí que tengo que almorzar liviano para no caerme del sueño en el resto de la jornada, que a esa hora recién comienza para otros.
All in all, estoy feliz de madrugar.
Al que madruga, Dios lo ayuda. También le da sueño más temprano.