Por regla general, a las puertorriqueñas y puertorriqueños nos vincula el placer que provocan los eventos deportivos porque, ante todo, reafirman nuestras lealtades patrias. Es decir, cuando el protagonista figura como símil de lo nacional, como ocurre en el deporte, las emociones son mayores.
Por ejemplo, en tiempos recientes, esa experiencia la hemos vivido con la figura de la tenista Mónica Puig, quien logró convertirse en nuestra primera medallista de oro en unos Juegos Olímpicos cuando, el 13 de agosto de 2016, derrotó a la alemana Angelique Kerber en las olimpiadas que tuvieron en lugar en la ciudad de Río de Janeiro, en Brasil.
Desde entonces, la joven y talentosa tenista ha logrado una dimensión mítica y popular, a la usanza de otras figuras deportivas que han llenado de gloria a nuestra nación, como Roberto Clemente, Pachín Vicens, Wilfredo Gómez y Tito Trinidad, por mencionar algunos.
Mas, a esa lista de deportistas de gran valía, hay que añadir el nombre de la utuadeña Adriana Díaz González, nuestra campeona de tenis de mesa, una de las personalidades más queridas y aplaudidas del país y quien se ha convertido en la primera atleta de Puerto Rico en ganar tres medallas de oro en unos juegos panamericanos.
Con apenas 18 años, Adriana es toda una celebridad deportiva. Su gran proeza ha sido convertirse en una jugadora de tenis de mesa audaz, despertando la expectación popular hacia este deporte. Pero más allá de los incontables logros obtenidos como atleta, y de todas sus medallas, en ella destaca su humildad y su indiscutible amor patrio.
Esa dimensión patriótica quedó expresada en un tuit que la deportista publicó el pasado 7 de agosto, luego de haber hecho sonar “La Borinqueña” en el medallero panamericano tras ganar la presea de oro en la categoría de sencillo femenino. Entonces, con la rúbrica de la etiqueta #lageneracionquenosedeja compartió unos versos del tema “Hijos del cañaveral” del rapero René Pérez: “Lo nuestro no hay nadie que no los quite; por más nieve que tiren aquí, la nieve se derrite. Aunque siembren las raíces como les dé la gana, los palos de guanábana no dan manzanas”.
La hazaña de Adriana, al igual que la de todos los deportistas que han participado en esta edición de los Juegos Panamericanos nos trae a la reflexión, una vez más, la importancia que ha tenido en nuestra historia como pueblo la defensa de la soberanía deportiva, que es la única instancia en la que nuestro país se muestra ante el mundo en igualdad de condiciones, responsabilidades y poderes.
Esta soberanía deportiva es la que nos hace vibrar de emoción cuando nuestros atletas se lucen en cualquier evento deportivo, como nos ha hecho sentir Adriana en estos últimos días. Es una conmoción única, que por instantes nos convierte en un pueblo sin fronteras ideológicas y sin revanchismos políticos estériles.
La soberanía deportiva, obtenida en 1948 cuando se creó el Comité Olímpico de Puerto Rico (COPUR), se la debemos a todos los líderes deportivos que lucharon incansablemente por lograr que el deporte puertorriqueño fuera adquiriendo fuerza, importancia, influencia y respeto en toda la comunidad internacional.
De esa manera, Puerto Rico comparte y compite con todos los países libres del mundo porque el deporte reconoce el derecho de nuestra nacionalidad y, con esta, se nos permite formar parte del concierto de naciones soberanas, aunque sea para hacer valer nuestros talentos deportivos.
Sin embargo, no podemos pasar por alto que esta soberanía entra en juego en el interior del debate político del país, particularmente frente a nuestro dilema colonial. Por eso, para preservar la soberanía deportiva que tanto furor nos provoca, hay que defender nuestra soberanía política.
Se equivocan quienes se afanan en disociar una de la otra, o quienes construyen teorías en su empeño por defender un proyecto político anexionista con Estados Unidos aludiendo que esa participación deportiva continuaría. Y es que en estos temas no se puede llamar al engaño.
Si en un futuro la comunidad política estadounidense optara por otorgar la estadidad para Puerto Rico, la soberanía deportiva desaparecería y con esta veríamos tronchadas las ilusiones de cientos de atletas para quienes su mayor satisfacción es lucir los colores de la monoestrellada en sus uniformes.
El asunto es sencillo y ha sido refrendado en incontables ocasiones por funcionarios del movimiento olímpico de Estados Unidos, para quienes solo es concebible una única representación deportiva, bajo una sola bandera y un solo himno. Pretender lo contrario no es alternativa para el olimpismo estadounidense.
Por eso, la defensa de nuestra soberanía deportiva, aun cuando existe en el interior de la precariedad colonial, debe estar presente, con mucha claridad, en la mente y el corazón de nuestros atletas, así como en el de todas y todos los que habitamos en esta tierra, que celebramos con emoción y alborozo el triunfo de los nuestros.
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