Creo que en algún momento todos subestimamos la crisis por el coronavirus. Suele pasar cuando se trata de algo que no conocemos. Los primeros días de la crisis lo veíamos como algo lejano.
Y el escuchar a funcionarios locales subestimando su impacto, definitivamente, no ayudaba a comprender la magnitud de la epidemia. Aquello, decían, era una epidemia nacida en China, solo vinculada a China, que no debía preocupar a alguien que no visitara de China.
Pero el paso del tiempo —y la información que le acompañó— develó la crisis en todo su esplendor. El avance imparable del COVID-19 alcanzó a Europa y, poco después, en medio de la sorpresa, la incredulidad y el temor, tocó a todos los continentes.
Desde hace semanas, tengo claro que se trata de un evento sin precedentes en la historia reciente. Pero hoy, al escribir estas líneas en medio de una pausa laboral propia de los planes de contingencia de mi patrono, es que finalmente he sentido el peso de todo lo aprendido.
De las preguntas realizadas a decenas de funcionarios y pacientes; de las decenas de artículos leídos y las imágenes a las que he tenido acceso. Indudablemente estamos siendo testigos de una catástrofe que, con toda seguridad, cobrará decenas, si no cientos de vidas, a nivel local. Si ese ha sido el caso en el resto del planeta, ¿por qué debería pensar que no será también nuestro caso?
Entonces, confieso, me invade por momentos el miedo del alcance de esta pandemia. Y pienso en mi familia. En mis padres y mi suegra. En más de una decena de personas fundamentales en mi vida que se colocan todos dentro del principal grupo de riesgo.
El temor luego se convierte en rabia con aquellos que, aun habiendo sido expuestos a cientos de artículos de prensa, entrevistas radiofónicas y reportajes televisivos, continúan retando su suerte y, con ello, la suerte colectiva, violentando el toque de queda. Aún me taladran la cabeza las declaraciones de la epidemióloga Brenda Rivera, exepidemióloga del Estado, a quien entrevisté hace unas semanas en medio de la incertidumbre de la crisis. ¿Cuál podría ser el resultado de no respetar el toque de queda?, pregunté. “Sencillo”, me dijo, para luego añadir: “Estaríamos ante la desaparición de toda una generación de puertorriqueños”, soltó como una bomba. Me quedé frío. Pero en el fondo, ya sabía que ese escenario que parece sacado de una película de ciencia ficción podría convertirse en nuestra realidad.
Cientos de nuestros viejos —y otros tantos ciudadanos de todas las generaciones— están a riesgo de morir si no tomamos la crisis en serio.
Por eso me causa rabia ver que hay quien aún se toma la emergencia como cosa ligera. Por eso, me causan ira las imágenes de esos que se piensan listos al trasladar su distanciamiento social a la ineludible cercanía de un bote o la terca insistencia en la visita innecesaria al colmado el lunes, luego de haberlo visitado el domingo y, antes de eso, el sábado. Por eso me llueven las preguntas cuando veo decenas de carros a toda hora en las calles de San Juan. ¿Será que todos trabajan? ¿Será que todos atienden emergencias? ¿Será que están violentando el toque de queda?
El miedo me vuelve a inundar cuando regreso a casa, a los míos, luego de haber estado en la calle, y aun sabiendo que he hecho todo lo que está a mi alcance para no exponerme. ¿Por qué hay quien insiste en tomar el asunto livianamente? Ojalá lo comprendamos todos. Ojalá que no sea muy tarde.