Todos tenemos derecho a opinar. De eso no tenga usted duda. Sin embargo, el sentido común debería dejarnos claro cuándo tenerla y guardar silencio es lo más prudente si, en definitiva, no tenemos ni la más remota idea de lo que estamos hablando.
Eso es particularmente cierto al hablar de ciencia. Y de eso ese venimos hablando por más de un año, en medio de la guerra por acabar con el COVID-19. En ese año unos y otros insistimos en opinar, algunos con la actitud de perito incluso sobre temas que están lejos de su conocimiento. Lo que es peor, algunos defienden sus opiniones a pesar de que hacerlo contradice a verdaderos peritos. Yo, por ejemplo, no soy ingeniero. Por ello, para hablar sobre temas relacionados procuro utilizar como fuente a expertos en el tema. Resultaría cuando menos soberbio e inevitablemente impertinente el ponerme a discutir sobre la base técnica del diseño de una estructura con una persona que pasó 6 años de su vida titulándose en ingeniería. Pero esa lógica no parece aplicar para muchos cuando se trata del COVID-19. No sé si es el virus , pero aquí muchos van por la vida como expertos sin título invocando la capacidad de intentar contradecir a quienes tienen los títulos y la experiencia.
En esa línea hemos escuchado declaraciones de economistas, empresarios, abogados y arquitectos; periodistas, analistas y ciudadanos de a pie que han intentado descalificar como inválidas las conclusiones de la clase científica.
Los epidemiólogos, infectólogos y médicos han hecho a lo largo de este año recomendaciones basadas en datos que, de haber sido escuchadas,nos habrían ahorrado más de un dolor de cabeza e indudablemente más de un rebrote. Pero como todos sabemos más que los que saben, preferimos ignorar la pericia para luego, inevitablemente, darnos estrepitosamente contra la pared.
Agarre usted el ejemplo que más le plazca. Los expertos han advertido que las pruebas rápidas no son pruebas diagnósticas. Nos han recordado que usarlas en el contexto laboral para intentar identificar casos positivos no es una práctica adecuada. Sin embargo, más de un patrono o ciudadano sabelotodo ha insistido en usar esas pruebas y defender su eficacia en un gran ejercicio de autoengaño que solo esconde su deseo de hacerse la prueba más rápida y más barata. La clase científica nos ha advertido que la vacuna contra el COVID-19 no garantiza total inmunidad. Que aun con ella podemos contagiarnos y contagiar a otros. Que debemos seguir las guías recomendadas para evitar brotes que traigan nuevas variantes antes de llegar a la inmunidad colectiva. Pero como sabemos más que los que saben, muchos han obviado el distanciamiento, han relajado el uso de mascarillas y, al increparles, te lanzan un “no te preocupes que estoy vacunado”. Los científicos han advertido al Gobierno en múltiples ocasiones sobre lo que hay que hacer para frenar el aumento en contagios. Todos nos han advertido justo antes de que los rebrotes se produzcan que debíamos apretar las restricciones individuales o colectivas (según sea el caso) y han advertido qué renglones de la economía podían abrir y cuales no. Entonces, luego de ignorar lo recomendado, nos sorprendemos con cada nuevo rebrote como si se hubieran producido por obra y gracia del Espíritu Santo. Nos han advertido sobre los peligros de espacios cerrados con acondicionadores de aire que no renuevan el aire. Pero algunos dueños de esos espacios han afirmado que esa advertencia no es correcta. Se nos ha dicho que el mayor riesgo de contagio es en el ámbito laboral, pero desde la oficialidad se ha creado la realidad alterna contraria a la data científica de que el mayor riesgo es en actividades familiares. Y la lista continúa. En todos los casos tenemos en un lado a la comunidad científica y todo su peritaje mientras, en el otro extremo, ciudadanos de cualquier ámbito menos el científico intentando cuestionar a los primeros para intentar arrimar la brasa a su sardina personal o la de sus intereses.
Está claro que todos tenemos derecho a tener una opinión. Pero en el caso del COVID-19 y sus alcances tenerla no quiere decir que sea la correcta. Zapatero a su zapato.